Abordar la reconversión de la sociedad industrial en la de la información invita a revisar el alcance de los cambios para intentar determinar cuales son las formas —y los modos— de hacer que más específicamente están acompañando esta etapa aún de transición entre estos dos ‘mundos’ que también podrían considerarse el del trabajo y el de la precariedad (o no trabajo). El primero, en abierta recesión pero aún plenamente vigente, marca las convenciones comúnmente aceptadas tanto en el ámbito social como en el más específico de lo estético. Del segundo bien poco sabemos con certeza, excepto que se encuentra en rápida expansión y que las transformaciones inducidas, además de importantes, parecen irreversibles.
En cualquier caso, conviene tener en cuenta las palabras de Paul Virilio cuando apunta que «la búsqueda de las formas es la búsqueda del sentido»; y hacerlo sin olvidar que éste nunca se deja reducir a meras cuestiones formales sino que se expande a partir de ellas propiciando un flujo de relaciones contextuales (y, por tanto, políticas en última instancia) que son las que, en el mejor de los casos, resultarán finalmente inteligibles.
Desde la perspectiva de la antropología social, Ernest Gellner construyó un sugestivo y polémico relato de la historia de la evolución humana que la divide en lo que él denomina tres estadios ecológicos: caza/recolección, agricultura e industria los cuales conllevan aparejadas diferentes pautas de comportamiento en relación con las tres esferas fundamentales de la actividad humana: la producción, la coerción y la cognición. Aunque su análisis no llega a abordar las peculiaridades de la sociedad de la información, su interpretación del advenimiento de la industrialización en Occidente, íntimamente relacionado con la ética protestante del trabajo y con la accidental coincidencia de una diversidad de factores, resulta de lo más sugerente para intentar entender lo que ahora mismo (nos) está pasando.
En relación con el tema que nos ocupa, conviene tener en cuenta que las artes son siempre un producto de su tiempo, una manifestación del gusto pero también de las aspiraciones e inquietudes de cada época. Esta afirmación conlleva implícita la imposibilidad de hacer nada más —aunque siempre será posible hacer mucho menos— que lo que en cada momento permiten tanto las tecnologías como las ideologías. En este sentido, existe un cierto consenso al valorar que el arte moderno y contemporáneo, en cuya cúspide cabría colocar al ‘espíritu’ de las vanguardias, es el fruto por excelencia del proyecto emancipador de la modernidad. Y que este último aparece como la consecuencia necesaria e inevitable del proceso de industrialización en el que la civilización occidental se embarca a partir del siglo XVIII.
Cabría pues establecer alguna relación, aunque fuera en muchos casos indirecta —y en otros inapreciable—, entre el modelo productivo dominante durante los dos últimos siglos y las producciones artísticas que durante ese periodo han sido más relevantes. El hecho de que simultáneamente se hayan producido obras cuyas características remiten a modelos pretéritos cabría achacarlo, por una parte, a esa acumulación de estratos que es la conciencia histórica y, por otra, a la simultánea convivencia de diferentes patrones cuya suma siempre es la que configura la realidad epocal de cada momento. Dicho de otra forma, del mismo modo que la industrialización no acaba definitivamente con la agricultura ni con los comportamientos asociados a ella, el advenimiento de la postmodernidad, asociada al fin de la era del trabajo industrial, a la globalización y a la implantación de la sociedad de la información, tampoco supone la radical desaparición de las estructuras anteriores. De ahí que resulte lógico que la mayor parte de las producciones actuales apuesten por un cierto continuismo estético e incluso que algún despistado con buena fe considere todavía que las transformaciones sociales van a venir de la mano de las vanguardias.
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El Arte como absoluto tiene, según Félix de Azúa, fecha concreta de nacimiento: «es un concepto filosófico que se insinúa en el Renacimiento italiano, crece y se hace adulto durante la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico, y absorbe todo cuanto quedaba de las artes durante el periodo Romántico y Positivista». Como no podía ser menos también hay quien ha concretado su defunción, en este caso Arthur C. Danto que, siguiendo a Hegel pero apoyándose en la evolución histórica de las vanguardias pictóricas, la sitúa aproximadamente hacia el final de la década de los 60. Sin llegar tan lejos, cabe considerar que el Arte es una construcción de la Historia (de las artes) y de una rama de la Filosofía cuya máxima aceptación coincide con un determinado momento histórico que es el de la Modernidad, el cual concuerda, a su vez, con el apogeo de la Industrialización como modelo productivo. Con la puesta en cuestión del aspecto mítico de la Ilustración y los cambios sociales generados por la incorporación de las nuevas tecnologías al proceso productivo, no sólo las vanguardias sino el propio concepto Arte entra en una crisis de fundamentos a la que, hasta el momento, no se le perciben salidas viables.
Naturalmente, pese a la existencia de la crisis —o justamente por ella—, sigue produciéndose Arte (cada vez más y con la mayúscula espectacular más grande) pero eso no significa, necesariamente, que el concepto mantenga su vigencia. Danto denomina a estas producciones «arte después del fin del arte» y, en cierta medida, las considera una consecuencia de las necesidades del Museo, al igual que la religión podría pensarse, en nuestro entorno, como una necesidad de la Iglesia Católica. Azúa habla de recuperar las artes en su especificidad pero también da un paso más al estimar que: «un regreso a la in-diferencia entre artes y técnicas, como las que parecen anunciar las transformaciones logísticas de la electrónica, daría su sentido final a la etapa concluida de las Vanguardias, es decir de las prácticas artísticas unificadas bajo tutela filosófica». En sentido similar, Javier Echeverría afirma que «La innovación tecnológica modifica una y otra vez los propios instrumentos de expresión artística, así como los espacios de relación entre espectadores y creadores. En el fondo, lo que se transforma por completo es esa misma relación al perder el autor su carácter central».
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El inicio de la cesura que podría dar lugar, según el esquema de Gellner, a un nuevo estadio ecológico (?) pero también a un nuevo sujeto político —y, por qué no, a nuevas prácticas relacionadas con la estética—, cabría situarlo a mediados de los setenta, con la aparición de «una transformación radical en el plano de los procesos productivos y [en el] de las formas de mando sobre la cooperación social», una mutación que Paolo Virno denomina postfordismo. Esta metamorfosis «remite de forma general a la informatización de lo social, la automatización en las fábricas, el trabajo difuso, la hegemonía creciente del trabajo inmaterial y del llamado terciario (comunicativo, cognitivo y científico, performativo, afectivo) y la mundialización en acto de los procesos productivos». Su desarrollo e implantación en lo que Guy Debord denominó la «sociedad del espectáculo integrado» está dando pie a numerosos cambios estructurales que no afectan tan sólo a la reorganización del sistema de producción sino también a la totalidad de la actividad sociopolítica.
En su versión más negativa, esta mutación puede llegar a ser, si no lo está siendo ya, el fermento del nuevo fascismo postmoderno: «la caricatura maligna de lo que podrían hacer hombres y mujeres en la época de la comunicación generalizada, cuando el saber y el pensamiento se presentan nítidamente como un bien común». En este sentido, la experiencia italiana resulta particularmente ejemplar pues la crisis de la democracia representativa que allí se produjo durante los años 90 propició el auge de las ligas neofascistas y el acceso a la presidencia del magnate de la comunicación Silvio Berlusconi quien ha convertido a su actual partido, Forza Italia, en la primera formación política del Estado. Ignacio Ramonet explicaba así la fórmula de su éxito: «Berlusconi aprovechará su fabulosa riqueza y el formidable poder que le confieren sus cadenas de televisión, en materia de violencia simbólica [se denomina así a la que se ejecuta sobre un agente social contando con su complicidad], para demostrar, en la era de la mundialización, una sencilla ecuación: cuando se posee el poder económico y el poder mediático, el poder político se adquiere casi de inmediato».
Pese a este peligro evidente, las nuevas condiciones que afectan al mundo del «no trabajo» atentan también contra la base misma del individualismo de las masas propiciando formas emergentes de cooperación y solidaridad que se extienden desde el lugar del trabajo al de la vida dando forma al principio constituyente de lo que, a partir de una relectura actualizada del concepto marxiano de General Intelect, Virno denomina, sin duda provocadoramente, «intelectualidad de masas». Desde esta toma de conciencia del nuevo proletariado, cabe explorar métodos de reapropiación en positivo de los ‘vicios’ del nuevo sistema que pasarán a convertirse así en las ‘virtudes’ de la única resistencia que todavía parece pensable. Resultaría viable pues, al menos desde esta perspectiva, sacar algún esperanzador partido de la inevitable precariedad laboral, del éxodo forzado, del miedo y de la inseguridad constantes, del continuo reciclaje y de la formación difusa, del cinismo institucionalizado, de esa especialización en el oportunismo que cada vez resulta más necesaria para sobrevivir e, incluso, del desencanto político generalizado.
Todo un lote de ‘posibilidades’ que viaja casi de incógnito junto a las vicisitudes de la gente del pueblo, esa que antes se identificaba con la clase trabajadora y que ahora habría que hacerlo con la multitud que aunque esté empleada se sabe condenada a vivir siempre en precario. Algunas de ellas, como el oportunismo, el continuo reciclaje o la inestabilidad laboral constituyen ya —aunque de forma en muchos casos inconsciente— una parte de la logística que está haciendo posible las nuevas fórmulas de contestación social que conviven libremente en el interior del (mal) llamado «movimiento antiglobalización». Un magma informal, pero pleno de sentido, que se auto-organiza de forma descentralizada y según fórmulas heterárquicas de participación democrática con el objetivo genérico de hacer públicamente visible la veracidad de esa consigna que afirma que «otro mundo también es posible».
Ya en 1994 el colectivo Critical Art Ensamble (CAE) escribió un influyente ensayo titulado "Desobediencia Civil Electrónica" en el que se animaba a artistas comprometidos, hackers y activistas políticos a hacer alianzas con la intención de bloquear o intervenir los flujos informativos en cuanto nueva forma del capital en el ciberespacio. Esta fórmula se proponía como la principal táctica de resistencia no violenta para los nuevos tiempos que empezaban a correr entonces puesto que, según ellos, «La estrategia indirecta, la de la manipulación de los medios a través de un espectáculo de desobediencia destinado a conseguir la aprobación y el respaldo de la opinión pública es una propuesta destinada al fracaso».
Al respecto, resulta interesante también la reivindicación de las cuestiones modales que apunta De Certeau a partir de sus análisis de los ‘usos’ que los consumidores realizan de los productos simbólicos y culturales: «Las prácticas del consumo son los fantasmas de la sociedad que lleva su nombre. Como los ‘espíritus’ de antaño, constituyen el principio multiforme y oculto de la actividad productora». Un consumo que incluso en su aspecto más simbólico (información, imágenes, etc.) ahora se ha vuelto enormemente productivo para los Señores del Aire, tal como apunta Echeverría en su descripción del Tercer Entorno creado a partir del desarrollo de Telépolis, «Asistimos a una nueva colonización del planeta, que tiende a organizar las relaciones sociales mediante redes y telas de araña, y ya no mediante recintos espaciales dotados de interior, frontera y exterior».
Volviendo a De Certeau, su reivindicación de los escamoteos, trucos y artimañas que los ‘débiles’ vienen utilizando desde tiempo inmemorial para contrarrestar la presión del poder en cualquier campo y su distinción entre «estrategias y tácticas» resultan fundamentales a la hora de elaborar cualquier proyecto actual de disentimiento. En este sentido, cabe apuntar que «la estrategia postula un ‘lugar’ susceptible de ser circunscrito como ‘algo propio’ y de ser la base desde la que administrar las relaciones con una exterioridad de metas o de amenazas (los clientes o los competidores, los enemigos, el campo alrededor de la ciudad, los objetivos y los objetos de la investigación, etc.)», lo que equivale a decir que es la fórmula de quienes detentan algún tipo de poder. Sin embargo, la táctica «no tiene más lugar que el del otro. (...) Opera golpe a golpe. Aprovecha las ‘ocasiones’ y depende de ellas, dado que no cuenta con una base donde acumular los beneficios, aumentar lo propio y prever las salidas». Esta última será, por tanto, la metodología más adecuada para el disentimiento de los débiles dado que su potencia radica en el saber actuar, siempre, en el territorio del ‘enemigo’.
El texto aquí publicado, es un fragmento extraído de su respectivo publicado bajo el mismo titulo en el catálogo de la exposición "DEL MONO AZUL AL CUELLO BLANCO: Transformación social y práctica artística en la era postindustrial", comisariada por José Luis Pérez Pont, y editado por la Conselleria de Cultura de la Generalitat Valenciana, 2003.