Por Antonio VILLANUEVA.
(Publicado en la revista Apuntes de Aula, nº 3, mayo de 1998. Cuenca, Centro de
Profesores y de Recursos de Motilla del Palancar, 1998, págs. 40 a 43. ISSN 1136-7881)
El ordenador se ha convertido en una metáfora de la posmodernidad. Nada ilustra mejor las
ideas de descentralización, diversidad, crisis de autoridad o fin de las ideologías, defendidas por los posmodernos, que la propia evolución de la informática.
En apenas cincuenta y pocos años, desde el 15 de febrero de 1946 (fecha de la presentación en
público del ENIAC, primer ordenador electrónico), hasta hoy, hemos asistido a varias revoluciones, a un cambio incesante, producido a ritmo exponencial, en la ciencia y la tecnología.
La revolución tecnológica aún no ha terminado. Como dice el británico Tom Forester (1), “si la
automoción hubiera experimentado un desarrollo parecido a la informática, se podría disponer de un Rolls-Royce por menos de 300 pesetas y, además, el vehículo dispondría de la potencia de un transatlántico como el Queen Elizabeth para ser capaz de recorrer un millón de kilómetros (unas 25 vueltas al mundo) con sólo un litro de gasolina”. Y en el futuro, los ordenadores aumentarán aún más su potencia de proceso.
Hemos salido de una etapa críptica, en la que sólo unos pocos iluminados, sentidos en parte
como genios y en parte como seres peligrosos y antisociales, experimentaban con aquellas extrañas máquinas de calcular. La cibernética se ha hecho tan popular que se ha convertido en fenómeno de masas, en cibercultura (2). El ordenador está tan presente, en nuestro entorno diario, como los electrodomésticos más usuales, incluida la tele.
Vivimos en la era de la información; ella cierra este milenio e inaugurará el próximo. Nuestro
tiempo está bajo el signo de la tecnociencia, cuyos efectos son incuestionablemente positivos en algunos aspectos (y más discutibles en otros). La informática ha dejado de ser un reducto para masones del bit, sectarios o marginales. Hemos acabado con el aura de esoterismo que la envolvía. Las nuevas tecnologías están —empiezan a estar— en todas partes, inclusive en ámbitos tradicionalmente tecnófobos, como la escuela. Las generaciones más jóvenes se identifican con la vida digital. La informatización de la sociedad tiene tanta importancia que sólo es comparable a procesos históricos como, por ejemplo, la romanización. Estamos asistiendo a una nueva definición del analfabetismo: los bárbaros del siglo XXI serán quienes no sepan manipular los ordenadores, los que mantengan hábitos analógicos, quienes no se adapten al estilo digital.
Ser digital será una manera de vivir, una forma de vida ante la que sólo habrá dos posturas:
apocalípticos e integrados, por usar la terminología de Umberto Eco.
“En el año 2000 el hombre empezará a dejar de ser homo sapiens. Los antropólogos del año
3000 lo clasificarán como homo digitalis” (3).
Lo importante, en la nueva cultura, es el cambio de átomos por bits; el paso de lo material a lo
virtual; la sustitución del papel por la pantalla, del texto por el hipertexto. En la era del bit, todos seremos bitniks (4)
La digitalización de la vida social supone cambios trascendentes ante los que es inútil resistirse.
Sería como cerrarle el paso a un alud. Y es, precisamente, en estos cambios donde vemos realizarse los principales postulados de la posmodernidad. Tal es la tesis que defiende este artículo.
Los teóricos de lo posmoderno han caracterizado el fin de siglo (y milenio) como tiempo de
transición convulsa. Se ha hablado del ocaso de las grandes ideologías, de crisis de autoridad. La
incertidumbre ha suplantado a la certeza, la fragmentación a lo unitario y la inseguridad a la seguridad.
Todo vale, porque las cosas cambian muy deprisa. Vivimos una permanente búsqueda de valores. Pero la multiplicidad de perspectivas nos impide hallarlos. Nos quedamos en disputas y polémicas, más o menos apasionadas.
Nos hemos despertado del Sueño de la Razón. Y se proclama el fin del proyecto ilustrado: la
historia no se construye en una sola dirección, por el único camino ascendente del progreso. Caminamos sin rumbo claro, faltos de un proyecto común. No hayamos la Razón, con mayúscula, y sólo existen las personales motivaciones de cada cual.
Éste es, más o menos, el panorama que nos presenta la posmodernidad. El final de la guerra fría
y la caída del muro de Berlín nos han dejado huérfanos de seguridades ideológicas. Se ha terminado la política de bloques y, a la vez, todo se ha vuelto fluctuante, relativo. No hay un único punto de luz. Las jerarquías se derrumban y, en el maremágnum de las opiniones, todas quieren ser tabla de salvación. Las grandes plataformas ideológicas, desde las que mirar la vida, que, como el mito, servían para explicarlo todo —capitalismo, comunismo—, ya no valen. Por todas partes, se cuelan opiniones pequeñas, balbucidas, poco sistematizadas, expresadas casi en voz baja, y puestas al mismo nivel que las antaño tenidas como sólidos juicios de valor.
La cultura mediática ha tenido mucho que ver en esta situación. Un día, podemos leer, en cualquier periódico, el sesudo artículo de un académico alabando las virtudes del libro y la lectura. Y al día siguiente, la televisión nos ofrecerá una entrevista en la que una joven cantante de éxito, hasta hace poco aprendiz de peluquera, asegura que leer es un rollo y que le aburre soberanamente.
Los valores de prestigio, determinantes de la influencia social, han cambiado. La opinión de una
joven con un nivel cultural básico, expresada incluso de forma poco sistemática, puede influir en el público tanto o más que la de un docto catedrático. Estamos lejos de la república de los filósofos, que quería Platón, simplemente porque los pensadores no encarnan en absoluto la idea de éxito en nuestra
sociedad. Los valores dominantes se vinculan a ideas como juventud, riqueza, fama, belleza, poder... Y muy en último extremo, cultura.
La presión mediática es la que define el relumbrón social. Los media pueden incluso alterar la
norma usual, promoviendo valores alternativos. Por ejemplo, un modelo de mal hablar puede convertirse en lenguaje normativo (finstro, pecador de la pradera, pol la gloria de mi madre... son expresiones repetidas hasta la saciedad por jóvenes y no tan jóvenes). Un ejemplo de mal vestir puede transformarse en canon de elegancia. Y un ejemplo de mal hacer, en modelo de conducta (el cine convirtió en paradigma de la virilidad fumar cigarrillos; ahora sabemos las funestas consecuencias de ese hábito).
La posmodernidad se caracteriza por la fragmentación ideológica y por la relatividad de los
juicios. Lo que ayer era dogma, hoy es cuestionado. Lo que fue blanco puede hacerse negro. El principio de autoridad ya no vale y, por otro lado, los que fueron autoridad (jueces, abogados, catedráticos, médicos...) ahora lo son sólo en el ámbito profesional y un poco menos en lo social. Hemos pasado de valores seguros, a los que nos adscribíamos por pulsiones casi pasionales, más que intelectuales, a funcionar por tanteos, por intuición casi. Es como si el mundo volviera a nacer con cada uno de nosotros y todos quisiéramos vivir intensamente por nuestra cuenta, sin admitir la experiencia previa de nuestros mayores. Hemos sustituido el concepto de militancia, que nos enraizaba en un grupo, por el de disidencia, que nos deja solos ante la multitud. La experimentación ha sustituido a la tradición. Y la idea de transgresión tiene mucho más atractivo que la de continuidad, asociada a valores peyorativos como rutina, monotonía o aburguesamiento.
Esta situación se traduce en una gran diversidad, pluralidad que tiene connotaciones de riqueza,
multivalencia y apertura, pero que conlleva también aspectos de desorientación, crisis, fracaso,
depresión... Nadie sabe muy bien hacia dónde camina. Vivimos asediados por riesgos de alcance
planetario (desastre nuclear, terrorismo, depredación del medio ambiente, paro...) y, contra ello,
levantamos el orgullo de nuestro progreso tecnológico. Somos libres para opinar, pero al mismo tiempo buscamos las opiniones de la mayoría y nos adscribimos a ellas, para integrarnos en la seguridad tribal: lo que diga la mayoría, lo que los media pongan de moda... No se opina por convicción, sino por criterios estadísticos. Desconfiamos de cualquier idea o perspectiva, pensando que sea prejuiciosa, sectaria o equivocada. Dudamos de cualquier fe y, como mucho, nos adscribimos a ella de manera temporal.
Desde que, en el siglo pasado, Dostoievski proclamara la muerte de Dios, hemos intentado
construir una ética civil que sustituyera al sentimiento religioso. Lo conseguimos a medias, durante cierto tiempo (época de la guerra fría), pero el fin de siglo nos ha traído una herencia de crisis y dificultad.
Sin embargo, la diversidad planetaria, el fin de la política de bloques, nos ha permitido conocer
una gran variedad de perspectivas. La posmodernidad reivindica a las culturas débiles o minoritarias, frente al totalitarismo cultural. Opone discursos, quizá balbucientes, mal sistematizados, pero alternativos, a la diálectica de los grandes sistemas filosóficos. En cierta medida, encarna el ideario del Absurdo, en su lucha denodada contra la lógica aristotélica: la lógica siempre es del poder y el Absurdo pertenece al pueblo. Las culturas underground, las subculturas, la vida Alt, han conseguido expresarse como nunca lo habían hecho en la posmodernidad.
El mundo se ha convertido en una gigantesca olla a presión, en el que las moléculas-individuo
buscan la válvula de escape. Nos desparramamos en todas direcciones buscando caminos. Y nuestro futuro será encontrarlos. O el estallido final.
La informática ha recorrido, exactamente, el mismo camino que la humanidad. Lo cual es
lógico, pues se trata de una creación humana. En poco más de cincuenta años, ha hecho el mismo
itinerario que la especie humana en los dos últimos siglos.
En sus primeros tiempos, los ordenadores eran mastodontes. Ocupaban un edificio entero y
consumían tanta electricidad como una ciudad de cincuenta mil habitantes. Fue la época absolutista.
Imperaba la lógica del centralismo. Se pensó en ubicar a la inteligencia artificial en centros muy
concretos de poder. Solamente algunos iniciados tendrían acceso al nuevo conocimiento. La humanidad se dividiría entre los gurús (los científicos y los poderes que los financiaban: el ejército, los gobiernos, las grandes empresas) y la plebe (todos los demás).
Vino, después, la revolución del PC, el Personal Computer: El fantasma de la microinformática
recorrió Europa. Aquello fue el Octubre rojo, la toma de la Bastilla. Y el nacimiento de un nuevo zar: la industria de telecomunicaciones de los Estados Unidos (y un poco de Japón) (y otro poco de Europa). El ordenador-dinosaurio se extinguió. Le pasó lo que a los grandes reptiles: le crecía sin cesar el cuerpo, pero tenía arteriosclerosis cerebral. El tamaño del ordenador es inversamente proporcional al de su cota de mercado. Si se convertía en microordenador, todo el mundo podría tenerlo en casa. Igual que a la tele. El gran salto fue adaptarlo para el consumo masivo. La microinformática se hizo tan popular que hasta los niños hacían programaciones.
En los 90, nueva ola: la popularización de las redes, de manera especial Internet. Final del
mundo tal y como lo conocemos. Una democracia descentralizadora acaba con la lógica centralista. El federalismo de las opiniones se impone al totalitarismo de la dialéctica filosófica.
Nada volverá a ser igual. El comercio cambiará. El trabajo cambiará. La educación cambiará.
Las leyes de la propiedad intelectual también cambiarán. Internet no es de nadie, todo el mundo opina libremente allí. El mundo editorial cambiará. Veremos, por ejemplo, el periódico a la carta. Las posibilidades de editar se han multiplicado tanto que cualquiera puede hacer llegar sus opiniones a los demás. La concentración de poderes mediáticos es, ahora, más difícil. Las leyes de la propiedad intelectual también cambiarán.
Las redes han evidenciado la obsolescencia de algunos conceptos, como el de estado-nación o
el de arancel (los bits no pagan aduanas). E impiden prácticas totalitarias, como la censura. O desvelan
anacronismos ideológicos, como el nacionalismo. No habrá que pasar por el aro de las grandes
corporaciones. La revolución multimedia impone la idea de interactividad, es decir, participación. Se ha acabado el reinado de la tele, dominada por el poder político y mercantil. Nunca más volveremos a ser espectadores pasivos, alienados en nuestro sofá. El poder nunca estuvo en el mando a distancia. Ésa era la gran mentira del Poder real, el Poder Fáctico.
La vida digital es la metáfora perfecta de la posmodernidad. Significa pluralidad, participación,
democracia, multiculturalismo. Pero siguen acechando los peligros. Esta gran apertura tecnológica implica también disgregación, marginalidad. En el futuro, tendremos que integrar al Tercer Mundo, porque cada vez es mayor el abismo que nos separa de él. La transferencia de tecnología a los países en vías de desarrollo es imprescindible.
Por otro lado, junto a fuerzas centrífugas que descentralizan la autoridad, democratizándola,
hay también factores de homogenización que anulan las diversidades. Vivimos la imposición del
american way of life, la cultura de la hamburguesa. Creemos que el único modo de vida es el occidental (pluripartidismo, economía de mercado) y la única política viable el neoliberalismo (contención de los salarios, reducción del gasto social...). Y hemos creado problemas de índole planetaria, que ningún estado aislado alcanza a resolver: paro, drogadicción, contaminación de las ciudades, consumismo alienante, terrorismo, tráfico de armas, etc. Incluso en el ámbito de la informática, hay prácticas monopolísticas de estados y empresas poderosas.
El ordenador es el gran símbolo del nuevo milenio. Él es lo uno y lo múltiple: aquella máquina total, que reclamaba Leibniz, capaz de soportar aplicaciones para cualquier uso imaginable. Él es alfa y omega, principio y fin de nuestras dichas y calamidades. Él será la clave de nuestro futuro. Ojalá sepamos emplearlo en la dirección acertada.
NOTAS.-
1.-Tomado de NEGROPONTE, Nicholas: El mundo digital. Barcelona, Ediciones B, 1995, pág. 11.
2.- Ver LÓPEZ, Alejandro y ESTRELLA, Julio: Cibercultura. Madrid, Anaya Multimedia, 1995. El libro
recoge las aportaciones de la nueva cultura, con sus tropas ciberpunk, hackers, crackers, phreackers, etc.
Explica conceptos actuales como ciberespacio, multimedia, hipertexto, realidad virtual, ciberdelia...
3.- TERCEIRO, José B.: Sociedad digital. Del homo sapiens al homo digitalis. Madrid, Alianza Editorial, 1996, pág.32. Un libro clarividente, inspirado en Negroponte y escrito en estilo brillante. En la misma página 32, leemos: “Estamos haciendo un viaje nocturno. Hemos dejado atrás la ciudad analógica y avanzamos veloces en el automóvil de la tecnología por el amanecer digital, camino de su luminosa y prometedora mañana. Pero todavía no ha salido el sol, sería imprudente conducir con las luces de cruce.
Debemos utilizar las largas y, aun así, si nos quedamos dormidos, nos saldremos de la carretera”. Muy lúcido.
4.- Identificativo de un grupo de cibernautas. El nombre se formó sobre la palabra beatnik, que designaba,
en los sesenta, al inconformismo juvenil, con sus ideas hippies y su lema Sex, drugs & rock’n’roll.
BIBLIOGRAFÍA:
· NEGROPONTE, Nicholas: El mundo digital. Barcelona, Ediciones B, 1995.
· LÓPEZ, Alejandro y ESTRELLA, Julio: Cibercultura. Madrid, Anaya Multimedia, 1995.
· TERCEIRO, José B.: Sociedad digital. Del 'homo sapiens' al 'homo digitalis'. Madrid