Foto de Laura Muñoz Estellés
Berta García Faet. Valencia 1988
Veinte años
La vida paga sus cuentas con tu sangre
y tú sigues creyendo que eres un ruiseñor
Roque Dalton
Y a los veinte aún me atrevía a utilizar vocablos famosos
dije felicidad y dije alma y dije soledad y dije siempre
Félix Grande
I.
Extrañeza y cumpleaños.
La madrugada de los recuerdos.
Un manifiesto de poesía
o una lista de buenos propósitos.
Preguntas y respuestas en test
de embarazo
o una novela.
Sentirme, sentirlo todo
o tener hambre.
Echar de menos al amante
o a los padres y al hermano.
La noche de las tinieblas
o el corazón del fin del viaje.
Todo sea por ordenar,
por rendir homenaje mediocre,
por postergar la solución de no entender
nada: no sacar conclusiones
sino versos y tickets de compras.
He reflexionado y tengo veinte años
y he tenido veinte amantes (no recuerdo
dos nombres).
Reconozco mi vientre y mis labios
pero a veces (por las noches)
no tengo nada en que pensar
y sufro.
II.
A las tres de la mañana del día de tu cumpleaños
en la tele sólo hay porno
en el Messenger sólo resisten los raros
y no son horas para llamar al amante
(puesto que vive con sus padres y sería peligroso).
Es demasiado pronto para desayunar muesli
y demasiado tarde para pedir perdón.
O bien los perros ladran y los grillos tartamudean
o bien los gatos gimen y blasfeman (esto es insoportable).
La salvación está en las pastillas
pero lo estás dejando.
Como el problema es la extrañeza,
en este el milenio del aburrimiento y la cúspide de Maslow,
no lloras
(en todo caso te rascas la rodilla; justo en el centro
te ha besado un mosquito).
Así que lo que haces es leer o escribir,
pero ni Plath ni Strand ni Schopenhauer, el infalible,
pueden consolarte (esto te extraña: qué pozo
incognoscible somos, qué espirales).
En todo caso, así te lo ha indicado el psicólogo
de la revista
y además no hay nada mejor que hacer. Empiezas:
extrañeza y cumpleaños, la madrugada de los recuerdos.
Cuando despiertas a las doce
dormir se te ha pasado muy rápido
y ya no recuerdas todas esas cosas horribles
que pensaste (y que el lector por suerte
no imagina; tienen que ver con el vacío,
edificios altos, siluetas
que se ahuyentan).
Así que lo que haces es darte la bienvenida,
el lugar es negro y huele a flores
secas entre libros que ya no quieres,
pero todo puede cambiar, también
la piel, las pestañas, el camino.
Y opinas:
lo mejor sin duda es quejarse temprano,
teñir de oscuro todo, fingir ser depresiva;
así es como se escribe poesía, así es como
se triunfa. Así es como te acercas
al absurdo, así es como se vuelve.
Pero cuando recuerdas y planeas
(eres una ciudad que se financia con visitas
a los monumentos del pasado, pero no haces
más que construir nuevos templos cuadrados,
rosáceos jardines, le pides una cita a Mies van
der Hohe) sabes
que mientes, por escribir algo, sabes
que eres feliz, estrella feliz, labio feliz:
y ahora vas a desmayarte.
--------------------------
ESTE NO ES UN POEMA FEMINISTA
Este no es un poema feminista, amigo mío.
No te vayas.
Como eres músico y retratista-contable,
te interesará la historia de la historia del espanto
de un cuerpo de círculos y rosas,
reprimido largo tiempo
tras cortinas
y uniforme.
No sé cuándo comenzó el pánico.
En algunas orgías lo pasamos bien (si bien
es no llegar a desgarrarse y desmallarse
en la anonimia de los usados). Bien
es la astucia
del olvido:
el placer
no estaba planeado: siempre nos descubría
desde el azar desnudo: no era una técnica
ni valía la pena acoplar el del otro.
Tenían mucha prisa.
Pero cuando por fin nos hicimos sedentarios y burgueses
y comenzamos a cultivar en la tierra múltiples colores
y comenzamos a parir en la tierra bienes de inversión
a los que dimos el nombre de HIJOS e HIJAS
nos vinieron con el cuento de que no teníamos alma.
Amigo mío, no te rías: no teníamos alma.
Al principio, amigo mío, no teníamos alma:
mal-éramos vasijas con pulcrísimas piernas,
mamíferas-damas-hormonas de melosos pezones,
administradoras (la fantasía de las secretarias les viene de antiguo),
mulas, serpientes.
Luego, tampoco teníamos deseo.
Pues no tienen deseo los lagartos ni los bebés lactantes
(aunque, caramba, las frescas hetairas –adjudicadas
según broquel y plata− sí sabían
charlar sensualmente de literatura y astrología).
Puesto que, amigo mío, tampoco teníamos deseo
los hombres llegaron a pensarse
que fornicaban con pájaros
(objetos decorativos a veces, y siempre
tan tentadores
con esos tobillos de uva),
no, por supuesto, con mujeres vivas
−rodajas
de canciones antiguas−,
aunque un destello de furia y ansia en un ojo
de una joven doncella
tras una violación
una vez
a uno
le hizo dudar (moderadamente)
de la tesis de la inexistencia del corazón femenino no-de-madre.
Después, amigo mío, pasaron los dulces años del escarmiento
y, sin más retraso, nos concedieron el honor de tener alma
−si bien, como contrapartida, poseída por el diablo−:
mal-éramos labios rojísimos-redes-de-pecados-terribles,
inútiles, arpías, lloricas, caprichosas
(unas fueron esposas y otras cortesanas: así, así
se dividió el mundo de las pobres vaginas):
si tú supieras, amigo mío:
un corsé con lazos diminutos
como garrapatas henchidas de bilis
nos aplastaba el pecho agrietado, y vivíamos
en balcones cerrados, detrás de abanicos
con estampas religiosas de vírgenes blancas.
Eran los tiempos del amor cortés,
de la concatenación de rosarios en la concatenación de días fútiles:
yo no podía besar al que quería, y si por caridad
conmigo misma
me saltaba
todas las conveniencias prácticas
y normas morales de la Ciudad de Dios
y él osaba entrar por el gran ventanal del carcelero,
él, o cualquier otro,
él, a mi cuerpo malva o blanquecino,
ni siquiera sabía encontrar mi boca.
Ni siquiera podía darme eso.
Y más tarde, amigo mío…
¡por una vez que nos masturbamos
mutuamente
nos llamaron brujas!
A mi amada le quemaron el muslo con cartílagos
de bestias
mitológicas,
y a mí, sin ir más lejos, me expulsaron del colegio.
Luego, cuando las primeras “emancipaciones”
en Londres y París y otras ciudades así tan de-indigentes-en-masa
(importaba más ser pobre que ser muchacha:
ya lo decían las primeras marxistas),
tuvimos envidia del pene −una envidia muy seria
y profunda, una envidia de dentro−,
y, lo más grave,
una enfermedad rarísima llamada histeria
(que nos diagnosticaron con un sismógrafo).
Nos desmayábamos, lloriqueábamos,
sentíamos vértigo y picor y frío,
y poseíamos, según los informes más doctos,
una curiosísima y sintomática –de algo horripilante:
estar en el mundo–
“tendencia a causar problemas”.
(Más tarde, mucho más tarde, tardísimo,
de nuevo en París, esto se denominó “vacío existencial”
y resultó también afectar a los testículos).
(Allí te conocí, amigo mío,
cuando el cuerpo era axiomático lugar de recreo;
también campos de flores azules y pequeñas,
donde aprendimos a jugar a volley.)
Este no es un poema feminista, amigo mío.
Sólo tienes que saber que no siempre deambulé
alegre
por las calles.
En otra época roja, en otro lugar gris
todavía,
jamás podrías haberme perseguido
con la voz de la lujuria equitativa
ni yo podría haberte jamás rozado el brazo
con mi brazo.
No te vayas: sigue así, amigo mío.
Me gusta lo que haces con tu tiempo.
Este no es un poema feminista, amigo mío.
No te vayas.
Como eres músico y retratista-contable,
te interesará la historia de la historia del espanto
de un cuerpo de círculos y rosas,
reprimido largo tiempo
tras cortinas
y uniforme.
No sé cuándo comenzó el pánico.
En algunas orgías lo pasamos bien (si bien
es no llegar a desgarrarse y desmallarse
en la anonimia de los usados). Bien
es la astucia
del olvido:
el placer
no estaba planeado: siempre nos descubría
desde el azar desnudo: no era una técnica
ni valía la pena acoplar el del otro.
Tenían mucha prisa.
Pero cuando por fin nos hicimos sedentarios y burgueses
y comenzamos a cultivar en la tierra múltiples colores
y comenzamos a parir en la tierra bienes de inversión
a los que dimos el nombre de HIJOS e HIJAS
nos vinieron con el cuento de que no teníamos alma.
Amigo mío, no te rías: no teníamos alma.
Al principio, amigo mío, no teníamos alma:
mal-éramos vasijas con pulcrísimas piernas,
mamíferas-damas-hormonas de melosos pezones,
administradoras (la fantasía de las secretarias les viene de antiguo),
mulas, serpientes.
Luego, tampoco teníamos deseo.
Pues no tienen deseo los lagartos ni los bebés lactantes
(aunque, caramba, las frescas hetairas –adjudicadas
según broquel y plata− sí sabían
charlar sensualmente de literatura y astrología).
Puesto que, amigo mío, tampoco teníamos deseo
los hombres llegaron a pensarse
que fornicaban con pájaros
(objetos decorativos a veces, y siempre
tan tentadores
con esos tobillos de uva),
no, por supuesto, con mujeres vivas
−rodajas
de canciones antiguas−,
aunque un destello de furia y ansia en un ojo
de una joven doncella
tras una violación
una vez
a uno
le hizo dudar (moderadamente)
de la tesis de la inexistencia del corazón femenino no-de-madre.
Después, amigo mío, pasaron los dulces años del escarmiento
y, sin más retraso, nos concedieron el honor de tener alma
−si bien, como contrapartida, poseída por el diablo−:
mal-éramos labios rojísimos-redes-de-pecados-terribles,
inútiles, arpías, lloricas, caprichosas
(unas fueron esposas y otras cortesanas: así, así
se dividió el mundo de las pobres vaginas):
si tú supieras, amigo mío:
un corsé con lazos diminutos
como garrapatas henchidas de bilis
nos aplastaba el pecho agrietado, y vivíamos
en balcones cerrados, detrás de abanicos
con estampas religiosas de vírgenes blancas.
Eran los tiempos del amor cortés,
de la concatenación de rosarios en la concatenación de días fútiles:
yo no podía besar al que quería, y si por caridad
conmigo misma
me saltaba
todas las conveniencias prácticas
y normas morales de la Ciudad de Dios
y él osaba entrar por el gran ventanal del carcelero,
él, o cualquier otro,
él, a mi cuerpo malva o blanquecino,
ni siquiera sabía encontrar mi boca.
Ni siquiera podía darme eso.
Y más tarde, amigo mío…
¡por una vez que nos masturbamos
mutuamente
nos llamaron brujas!
A mi amada le quemaron el muslo con cartílagos
de bestias
mitológicas,
y a mí, sin ir más lejos, me expulsaron del colegio.
Luego, cuando las primeras “emancipaciones”
en Londres y París y otras ciudades así tan de-indigentes-en-masa
(importaba más ser pobre que ser muchacha:
ya lo decían las primeras marxistas),
tuvimos envidia del pene −una envidia muy seria
y profunda, una envidia de dentro−,
y, lo más grave,
una enfermedad rarísima llamada histeria
(que nos diagnosticaron con un sismógrafo).
Nos desmayábamos, lloriqueábamos,
sentíamos vértigo y picor y frío,
y poseíamos, según los informes más doctos,
una curiosísima y sintomática –de algo horripilante:
estar en el mundo–
“tendencia a causar problemas”.
(Más tarde, mucho más tarde, tardísimo,
de nuevo en París, esto se denominó “vacío existencial”
y resultó también afectar a los testículos).
(Allí te conocí, amigo mío,
cuando el cuerpo era axiomático lugar de recreo;
también campos de flores azules y pequeñas,
donde aprendimos a jugar a volley.)
Este no es un poema feminista, amigo mío.
Sólo tienes que saber que no siempre deambulé
alegre
por las calles.
En otra época roja, en otro lugar gris
todavía,
jamás podrías haberme perseguido
con la voz de la lujuria equitativa
ni yo podría haberte jamás rozado el brazo
con mi brazo.
No te vayas: sigue así, amigo mío.
Me gusta lo que haces con tu tiempo.
BERTA GARCÍA FAET (Valencia, España, 1988) Estudia Ciencias Políticas y Economía en Valencia. Es autora de los poemarios Manojo de abominaciones (2008), Night club para alumnas aplicadas(2009), Fresa y herida, e Introducción a todo, los dos últimos de próxima publicación. http://tristeycaliente.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario