Obra de 'Pere Sousa'
El arte epistolar
ANNA CABALLÉ
ESTRUCTURAS SUPERVIVIENTES
El correo es un medio cultural fundamental:
promueve la escritura, teje relaciones entre personas y comunidades y, como
dijo Carlos Monsiváis, mantiene viva la esperanza
MERCURIO
OCTUBRE 2015
Las cartas
son valiosísimos restos, huellas, fósiles que nos permiten comprender el
funcionamiento de un tiempo y de las personalidades implicadas. Sin ellas,
cualquier biógrafo se siente perdido.
La función principal de
la carta ha sido siempre la comunicación. Alguien tiene algo que decir a otra
persona y ese es el motivo para establecer una correa de transmisión gracias a
la cual la distancia geográfica o mental ha podido superarse. Hasta la llegada
del teléfono las cartas iban y venían constantemente, de una calle a otra de la
misma ciudad, de una ciudad a otra, de un país a otro, de uno a otro imperio…
Eran el único modo eficaz de ponerse en contacto y, como ahora ocurre con el
correo electrónico, la gente ocupaba una parte significativa de su tiempo (que
podía ser toda una mañana) para mantener al día el correo. En la medida en que
las cartas tienen un destinatario concreto, indicado bien en los mismos
pliegues del papel (procedimiento habitual cuando la carta se entregaba en
mano), bien en el sobre, su contenido dependerá de a quién se dirigen. Es la
naturaleza de la relación entre los corresponsales la que condiciona el
contenido, el estilo y el grado de afectividad que transmitan. Dicho esto, es
evidente que aunque la carta esté condicionada por el destinatario y nuestra
relación con él, hay mucho que decir del remitente. Hay quien adora expresarse
por escrito, que destina parte de su tiempo a construir delicadamente esa
cápsula intelectual o afectiva que es una misiva, mientras que muchas personas
por más interés que tengan en el otro no dejan de expresarse rutinariamente,
sin calor y muchas veces sin afecto, a pesar de sentirlo. A George Sand,
soberbia epistológrafa, la carta le permitía salir de sí misma, de la “prisión
del Yo” para tocar el mundo. Lo tocaba tanto escribiéndolas como recibiéndolas.
¿Hay placer mayor que recibir una carta de alguien que nos ama? “Me gustaría
recibir aún más cartas tuyas. Me gustaría que me inundases de palabras, que me
dijeses lo que ya sé pero que tanto me gusta oírte. Así, por carta, resulta
menos ruborosa la confesión”, escribe un joven y ansioso Camilo José Cela a su
novia, Charo Conde, el 8 de julio de 1941. La “manía epistolar” de Cela le
llevaba a copiar las cartas que escribía y que por supuesto guardaba en su
archivo. Casi cien mil cartas, conservadas en la Fundación CJC, que van
saliendo con cuentagotas. En todo caso, la fecha es importante en una carta,
como lo es en un diario, porque cristaliza un estado de ánimo ubicado en el
tiempo, nos proporciona un trozo de vida aislado del resto y envuelto en una
intencionalidad. Porque en la medida en que nos dirigimos a otro ejercemos
algún modo de transacción, administrativa, comercial, afectiva. Buscamos la confirmación
del amor, como Cela en el 41, el establecimiento de un afecto, el mantenimiento
de una amistad, la comprensión del otro, la petición de un favor, el afán de
noticias… Los motivos son infinitos pero cualquiera de ellos nos ha movido a
escribir. La lectura parcial del copioso epistolario del escritor romántico
Juan Eugenio Hartzenbusch, depositado hace unos 150 años en la Biblioteca
Nacional por su hijo, me ha hecho pensar en el poco respeto que la cultura
española ha manifestado por las correspondencias. ¿Cómo se explica que todavía
no dispongamos de una edición del epistolario de Hartzenbusch cuando es el más
completo de nuestro Romanticismo? El autor de Los amantes de Teruel fue uno de
los pocos interlocutores que tuvieron nuestras románticas y sus cartas cruzadas
con Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado, Fernán Caballero o
Faustina Sáez de Melgar son un valioso testimonio de la lucha de aquellas
mujeres por hacerse un hueco en la vida literaria con sus revistas y
composiciones. Hartzenbusch fue director de la BNE y dado que el acceso de las
mujeres a dicha institución estaba prohibido, el gran erudito les facilitaba la
consulta, bajo mano, de los libros que precisaban leer para documentarse en su
labor literaria. Las peticiones van y vienen, todas las atiende Hartzenbusch;
también lee sus manuscritos, las anima a continuar y escribe prólogos y reseñas
de sus obras. Su ascendencia alemana le une especialmente a Fernán Caballero
(hija del cónsul Nicolás Böhl de Faber) y solo otro alemán, Theodor Heinermann,
editaría en 1944 la maravillosa correspondencia disponible entre ambos autores.
Pero el epistolario de Hartzenbusch sigue en el limbo y nadie se preocupó en su
día de localizar las cartas enviadas por él para completar el legado. Mucho
peor es el caso del epistolario de Santiago Ramón y Cajal, pese a haberlo
depositado su hijo íntegramente en el Instituto Cajal. La mayor parte de las
cartas (unas doce mil, según cálculo de su editor actual, Juan Antonio
Fernández Santarén) se han perdido. Es decir, se vendieron en su día
fraudulentamente a anticuarios, pasaron a engrosar colecciones particulares o
bien fueron a parar a un contenedor cuando el Centro de Investigaciones
Biológicas necesitó hacer más espacio en su laboratorio. Papeles viejos o bien
pequeños tesoros que nos conectan prodigiosamente con un pasado del cual solo
nos quedan algunas “estructuras supervivientes” (la expresión es de J.L.
Gaddis). Dos formas, en definitiva, de tratar el pasado, pero entre una y otra
hay un mundo, el que va de la barbarie y la mezquindad al respeto y el
reconocimiento del valor de la cultura. Porque el correo es un medio cultural
fundamental: promueve la escritura, teje relaciones entre personas y
comunidades y, como dijo Carlos Monsiváis, mantiene viva la esperanza.
“Renuncio a tus poemas si piensas que con ellos sustituyes tus cartas; ese
montón de alas estremecidas que vibran en mis manos, frescas con el rocío de
nuestra intimidad”, escribe una moderna y abierta Ernestina de Champourcín a
Carmen Conde, dos años menor y en cierto modo discípula de los consejos
emancipatorios de la primera. Las biografías precisan de esas estructuras
supervivientes (cartas, documentos, imágenes, memorias), les son
imprescindibles si aspiran a recuperar algo de los procesos mentales que un día
lejano jugaron un papel decisivo en una vida humana. La labor de un biógrafo es
parecida, aunque mucho más compleja, a la de un arqueólogo: reconstruye todo el
conocimiento que puede a partir de los restos de que dispone. Las cartas son,
en efecto, valiosísimos restos, huellas, fósiles que nos permiten comprender el
funcionamiento de un tiempo y de las personalidades implicadas. Sin ellas,
cualquier biógrafo se siente perdido. ¿Cómo no disponer de un museo nacional o
de un archivo estatal dedicado a centralizar la información sobre las
correspondencias y los legados personales? ¿Cómo no haber preparado todavía una
antología con las mejores cartas escritas en castellano y que poder ofrecer a
los estudiantes como estímulo y sugestión? ¡Cuántos cientos de miles de cartas
perdidas! Alas estremecidas, estructuras supervivientes, trozos de vida que nos
conectan con el mundo… Post Scriptum. Las cartas viajaron de todas las formas
imaginables. Fueron en manos de un mensajero a pie o a caballo, en recuas de
acémilas, diligencias, carruajes de tiro, trenes, aviones, barcos… Metidas en
sacas, perfumadas y con bellos adornos en el papel, enfundadas en una botella
al mar por pura desesperación. Lo cierto es que el siglo XXI ha revolucionado,
una vez más, el formato del correo. Las nuevas tecnologías conceden a la
escritura (correo electrónico, SMS, WhatsApp, Telegram, redes sociales…) un
espacio impensable hace unos años, cuando el teléfono era el medio hegemó- nico
de comunicación. A medio camino entre lo oral, lo escrito y lo visual (gracias
al recurso de todo tipo de emoticonos), el correo digital con su inmensa variedad
de recursos es fruto de una creativa mutación que nos permite mantener viva la
esperanza de contactar con el ausente y de construir lazos con él.