Antonio Méndez Rubio
(Fuente del Arco, Badajoz, 1967). Actualmente reside en Valencia, donde trabaja
como profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia y
participa en la coordinación de diversos colectivos de acción cultural y sociopolítica.
Ha publicado diversos libros de poesía, el último en Barcelona: ‘Por más señas’.
Premio Ojo Crítico de Poesía RNE 2005. Su obra ha sido destacada por la
«radicalidad crítica» con que se enfrenta a las relaciones entre escritura y
sociedad, trabajo que ha cristalizado en libros como: ‘Poesía y poder’ (en
colaboración con el colectivo Alicia Bajo Cero), ‘Poesía y utopía’ o ‘Perspectivas
sobre comunicación y sociedad’.
Algunas
palabras hay que golpean como mazas. Pero hay otras que te tragas cual anzuelo
y sigues nadando sin saberlo.
Hugo von Hofmannsthal, «Palabras»
(1898)
1. Los únicos que niegan las relaciones entre
poesía y poder poético son quienes lo detentan. A día de hoy, con la
perspectiva de prácticamente una década desde la aparición del libro Poesía y
poder (1997), escrito por el colectivo crítico Alicia Bajo Cero, empieza a ser
momento de hacer balance: balance, por cierto, de un debate por lo común, y
hasta ahora, invisible e imposible. Para entender esta ausencia de diálogo
crítico puede ser útil señalar, con brevedad, algunas de las reacciones, a
menudo informales, que dicho ensayo ha venido provocando. Por ejemplo, sin duda,
la principal respuesta desde el principio fue el silencio. Salvo excepciones
puntuales y con frecuencia más que valiosas, lo cierto es que la difusión de
aquel texto, su intromisión en conversaciones y espacios de intercambio
cara-a-cara corrió paralela a la falta de contraste argumentativo en los
espacios literarios más visiblemente institucionales. Como Poesía y poder
anticipaba, el silencio se convertía así en una precondición para el
mantenimiento (quizá no deliberado ni sistemático pero sí efectivo) de aquello
que se estaba denunciando: la reproducción de un statu quo poético-literario
que no respondía tanto a los mecanismos dialógicos y heterológicos de la
crítica como a la vocación monológica de (por decirlo con Chomsky y Herman) un
modelo de propaganda. Esta reacción básica, cuyas implicaciones denotan la
latencia de una dinámica ideológica como mínimo autoritaria (Méndez Rubio
2004), se complementa con un resorte de tipo cualitativo en la recepción, que
tiene que ver con la personalización del conflicto, es decir, con otro gesto
previsto y denunciado por Alicia Bajo Cero. Se ha escuchado más de una vez que
el libro está centrado en la crítica frontal de X o Y, grandes figuras de la
literatura y la cultura letrada en España. De lo que se seguía, y se sigue, que
el objetivo de la crítica podía así ser visibilizado, rostrizado (como diría
Deleuze), al tiempo que esas grandes personalidades veían amplificada su
situación de poder precisamente por convertirse en objeto de atención de una
crítica radical como ésta. La idea de que Poesía y poder está centrado en la
descalificación de tal o cual persona(lidad), así pues, le hace el juego al
poder que ese sujeto o grupo de sujetos están procurando hegemonizar. Cuando el
libro de Alicia Bajo Cero fue (y es) leído de esta forma la interpretación,
casi de forma automática, se orienta más hacia la prioridad de un conflicto por
el poder literario, mientras se deja de lado una orientación distinta de la
discusión, que estaba inscrita como necesaria desde las primeras páginas de
aquel ensayo, incluso ya desde su prólogo, sintomáticamente titulado «Cultura y
revolución». Me refiero a una orientación del debate que procurara conectar las
tensiones estéticas y poéticas (más particulares o textuales) con los procesos
ideológicos y sociopolíticos (más generales o contextuales) en marcha durante
la última década del siglo xx, o sea, en plena consolidación de un
neoliberalismo económico, político y cultural cada día más libre de frenos. Con
todo, es tal vez cierto que el análisis realizado por Alicia Bajo Cero se ve
afectado por una ambigüedad irresuelta: el hecho de ser un análisis
abiertamente (de)pendiente del régimen de poder establecido en el terreno de la
poesía española contemporánea.
Esa posición de (de)pendencia admite
valoraciones muy diversas y hasta contrarias, como es lógico. No obstante, en
este orden de cosas, puede también considerarse que dicho colectivo crítico
estaba apostando por una concepción de la crítica como momento inestable: la
crítica busca así encontrar un sitio entre dos rendiciones, un equilibrio
imposible, doblemente negativo: ni renunciar a un discurso de resistencia
(renuncia que habría ido en la línea del dicho popular «quien calla otorga»),
ni hablar una vez más el lenguaje del poder, o al menos no hablarlo sin la
simultánea conciencia de que justamente se trata de un lenguaje y un terreno de
conflicto ya marcado por la reglas de la lógica (del poder) que ha ocupado y
totalizado ese territorio. Alicia Bajo Cero sabía que ese lenguaje (esa forma
de actuar) nos ha enseñado a hablar, y que se había instalado (y probablemente
se seguiría instalando) en el lugar de toda interacción o diálogo (im)posible.
Esta conciencia, desde luego, no salva ni condena esa práctica crítica, pero
quizá pueda, al visibilizarla, ayudar a comprenderla.
2. ¿Cómo entonces pensar un poder del que las
condiciones de ese pensamiento dependen en la teoría y en la práctica? ¿Cómo
hablar una lengua otra escuchando el aviso foucaultiano: «no os enamoréis del
poder»? ¿De qué manera avanzar en una práctica de resistencia no
autosuficiente, no autocomplaciente y no sujeta a ningún tipo de ambigüedad?
¿Puede un discurso contrario al consenso establecido interpelar las premisas de
ese consenso sin ser contradictorio? Es razonable decir que el ensayo Poesía y
poder aparecía rodeado y atravesado por límites que precarizan su alcance.
Algunos de ellos: la relación entre crítica ideológica y crítica utópica, la
concreción constructiva del juego complejo de relaciones entre práctica poética,
cultura y crítica social, la urgencia de la discusión sobre lenguaje, género y
poder… La tarea a la intemperie de pensar el poder da pasos adelante pero,
desde luego, al precio de mostrar en seguida otros pasos posibles e imposibles,
otras huellas por las que seguir un camino que amenaza en todo momento con
desaparecer, por inercia, de la vista. Precisamente de las inercias de la
crítica, de la acción y el pensamiento críticos, se ha ocupado con detenimiento
y valentía el ensayo de John Holloway Cambiar el mundo sin tomar el poder (el
significado de la revolución hoy) (2002). A partir de una confianza en la
negatividad desde lo borrado y lo desaparecido, podría decirse que el punto de
anclaje de Holloway se recoge en las siguientes líneas: «No puede construirse
una sociedad de relaciones de no-poder por medio de la conquista del poder. Una
vez que se adopta la lógica del poder, la lucha contra el poder ya está
perdida» (2002: 33). Una vez que lo negativo del rechazo se convierte en lo
positivo de la construcción de un poder que reproduce la lógica del poder
establecido, una vez que este camino se inicia, el poder filtra en el interior
de la resistencia y la crítica aquellos mecanismos que tenderán a desarmar esa
resistencia y esa crítica. Claro que no hay un espacio puro, incontaminado, una
suerte de «más allá del poder», ya que ese poder nos constituye y lo hace, como
Benveniste o Lacan han explicado, de una forma crucial a través del lenguaje y
la subjetivación. Por eso, por eso mismo, no es una mera cuestión terminológica
o de «lenguaje» en el sentido más superficial o despectivo de esta palabra,
distinguir como hace Holloway entre un poder-para o potentia y un poder-sobre o
potestas. El primero es condición e impulso para cualquier forma de relación social
y de experiencia humana. Ahora bien, la forma en que se canalice socialmente
ese poder-para puede hacer que la autoridad, el poder-sobre, tienda a
descentrarse y disolverse en la vida en común, o bien puede tomar el camino,
como sucede en el mundo de hoy, de una creciente concentración y
monopolización, esto es, de un autoritarismo más ciego y más frenético a cada
paso. El flujo del hacer, del poder-hacer o poder-para, entonces, se bloquea en
lugar de crecer y articularse en una comunidad de iguales –aunque ésta fuera
una comunidad imposible, o una comunidad inconfesable (Blanchot). A su vez, la
ruptura del flujo del hacer común es posible sobre la base de una separación
previa, legitimada estructuralmente, entre la posición de quienes detentan el
poder y la de quienes lo padecen directa o indirectamente. Esa separación, esa
fractura, es lo que busca suturar la ideología de la identidad y la
identificación (que el élan postmoderno y la sociedad de consumo han
pluralizado sin cuestionar de raíz). Desde aquí, pues, podrá entenderse también
la distinción estratégica que Holloway trabaja entre contrapoder y antipoder.
Lo que Holloway dice se resumiría en unas líneas de esta forma:
La lucha del grito es la lucha para liberar el
poder-hacer del poder sobre, la lucha para liberar el hacer del trabajo
enajenado, para liberar la subjetividad de su objetivación. En esta lucha es
crucial ver que no se trata de un asunto de poder contra poder, de semejante
contra semejante. (…) Desde la perspectiva del grito, el aforismo leninista de
que el poder es asunto de saber quién pega a quién resulta absolutamente falso,
y también lo es la afirmación maoísta de que el poder proviene del cañón de un
fusil: el poder-sobre proviene del cañón de un fusil, el poder-hacer no. La lucha
por liberar el poder-hacer no es la lucha para construir un contra-poder, sino
más bien un anti-poder. […] El anti-poder no es un contra-poder sino algo mucho
más radical: es la disolución del poder-sobre, la emancipación del poder-hacer.
(2002: 59-60)
La argumentación de
Holloway, en fin, aplicada al espacio de la poesía y la cultura, abre casi la
caja de Pandora, donde debían quedar a buen recaudo todos los males: reorienta
el problema del poder hacia los espacios negados de la práctica social para reconcebirlo
desde ahí. Esto quiere decir que la práctica poética, pongamos por caso, debe
ser ante todo repensada como una forma de la cultura común (Williams), como un
hacer social o incluso popular, no en el sentido de que toda la sociedad deba
hacer lo mismo y de la misma manera, ni tampoco en el sentido de que el poema
deba ocuparse de temáticas más o menos «sociales». La primera de estas lecturas
coloca a la sociedad como sujeto, la segunda como objeto del poema. Las dos
alcanzan un cierto grado de razonabilidad, de reconocimiento, y de hecho hay
ejemplos históricos de ambas, desde la poesía oral a la llamada «poesía de
compromiso». Sin embargo, las dos dejan sin atender la posibilidad de situar el
hacer social en el poema como práctica, no lejos del sentido de lo dicho por
Jean-Luc Godard: en el hacer una película interviene toda la sociedad. En el
caso de la práctica poética, artística o creativa en un sentido amplio, se da
además la situación singular de tratarse de una forma de la praxis singularmente
limítrofe, inquietante, opaca. Esto sucede en la medida en que la realidad, a
través de la tensión lingüística (del lenguaje como «conciencia práctica»),
entra en contacto con su alteridad, con su otredad oscura, con la zona de
sombra que desestabiliza su posición como criterio de unificación y
solidificación de la experiencia individual y colectiva. Toda generalidad,
siempre peligrosamente funcional al poder autoritario, se ve así desafiada por
la singularidad irreductible de un lenguaje otro, no absolutamente otro (a la
manera de un supuesto código ideal o sobrehumano) sino en la forma de una
antítesis social de la sociedad (Adorno 1992). La poesía le enseña así a la
sociedad lo que ésta no ve, no quiere o sencillamente no puede ver. Por lo
demás, en una sociedad jerárquica y elitista, lo esperable del poeta, del
sujeto que atesora el poder-hacer poético, es que se resista con todas sus
fuerzas, por activa o por pasiva, a entrar siquiera en esta reflexión que
amenaza su posición de privilegio. En otras palabras, concebir la poesía como
práctica social, o mejor, como práctica social límite o abismada, no significa
(ingenua y brutalmente) que el poeta desaparezca sino, más bien, que
desaparezca la figura del poeta como portador o propietario individual de una
verdad asocial y ahistórica, a quien, en consecuencia, no le afectan los
conflictos de poder del mundo en el que (y del que) vive. Es difícil que las
apologías modernas del individualismo y el ensimismamiento inviten al (o la)
poeta a plantearse las implicaciones estéticas y políticas de este desafío. Y
es comprensible, aunque no necesariamente aceptable sin más. Se entiende que el
reto de humildad y de precariedad es excesivo. Y se entiende a la vez que sólo
desde ese reto excesivo, desde ese desbordamiento podrá irse avanzando en las
formas con que la poesía activa un antipoder fragmentario, frankensteiniano,
insuficiente, libre de la necesidad de producir una nueva totalidad o hegemonía
totalitaria. La práctica del abrir, la producción de espaciamientos,
proyectarían espacios de encuentro, no necesariamente identificables, entre
formas intensamente inacabadas de escritura (como ocurre en los momentos más
vulnerables de las vanguardias y los realismos críticos) y formas extensamente
difundidas de lucha social y de cultura popular –en un sentido no folclorista
ni populista sino antisistémico de este término (Méndez Rubio 2003). El pulso
conflictivo de lo utópico, de lo negado y de lo prohibido, no puede dejar
indiferente a quienes están contentos con la realidad tal y como es. De nuevo
es comprensible. Como lo es, asimismo, que donde el poder recurre a la obviedad
de monumentos hipervisibles (ya sean éstos edificios faraónicos o nuevos trenes
de alta velocidad) el antipoder de la poesía sólo consigue (y sólo persigue)
producir apenas mínimas interferencias, usualmente imperceptibles, sordas,
confiar en la precariedad de acontecimientos inestables e invisibles: abrir
huecos ni siquiera conscientes, pero quizá imprevistos. En este sentido,
mientras el poder se instituye ya siendo susceptible de ser televisado,
masivizado, el antipoder (también el antipoder poético, secretamente
biopolítico) genera ruido en el consenso indoloro de la «cultura de la imagen».
Donde el primero levanta construcciones admirables, subyugantes, en la
superficie de las ciudades, el segundo se esfuerza en escarbar agujeros, en
horadar los subterráneos de la conciencia y de la mirada. Tanto silencio ha de
ser necesario para eso.
3. Al contrario de aquel
letrero en Ciudadano Kane que advertía «No trespassing», la concepción táctica
de un antipoder incisivo, tanto en lo más poético como en lo más político,
parece estar rogando, calladamente, «Please, trespassing». Ésa es su vocación
nocturna. La disolución de la identidad, el desbordamiento de las referencias,
la abstracción de una realidad cada vez más abstracta, la tensión de otra
imposibilidad… son sus fuerzas sin nombre. El imperio de las imágenes, ese
nuevo primitivismo, protege sin decirlo la privatización de la mirada y la
naturalización de la propaganda. En ese mismo momento, sin embargo, se abre
como nunca antes el espacio, el no-lugar de la antefiguración y la
antifiguración, su callar infraleve, su habla otra. La figura del emperador es
impugnada así antes de lo esperado, y esto no tanto en un sentido temporal de
anterioridad (no hay vuelta atrás) como en un sentido operativo y táctico:
antes de que su figura se constituya como (omni)presencia. Como escribía Char a
propósito de Miró, emerge entonces una mirada no formulada, no cristalizable,
la senda de un comienzo a punto de empezar, un asilo imposible. Efecto y causa
de la negación, de la borradura. Luz que desaparece. «Mi parte más activa ha
llegado a ser… la ausencia» (Char 1999: 55). Ausencia, espacio libre. Más.
Referencias
Adorno, Th. W. (1992)
Teoría estética. Madrid: Taurus. Bajo Cero, A. (1997) Poesía y poder. Valencia:
EBC. Char, R. (1999) Indagación de la base y de la cima. Madrid: Árdora.
Holloway, J. (2002) Cambiar el mundo sin tomar el poder (El significado de la revolución
hoy). Barcelona: El Viejo Topo. Méndez Rubio, A. (2003) La apuesta invisible:
Cultura, globalización y crítica social. Barcelona: Montesinos. Méndez Rubio,
A. (2004) «Memoria de la desaparición: notas sobre poesía y poder». Anales de Literatura Española 7, pp. 121-143.