DESTELLOS DE TANGO por María Dolores LLabata
La otra noche volvió el espíritu. Entró mirando con recelo, reconociendo lo desconocido, saludó con un gesto displicente tocando el ala del sombrero con la elegancia de otro tiempo, confundiendo su sombra con las sombras se ubicó en un rincón y quedó hipnotizado por una presencia.
Ella llegó pronto, de las primeras. Discreta, oculta tras el negro de su ropa, ojos enormes empañados de tristeza. Al principio estaba sola, luego se acomodaron otras mujeres en su mesa. No daba conversación, no sé siquiera si ofreció su nombre a la curiosidad local. Rígida en la silla, parecía dispuesta a saltar como un resorte al más mínimo atisbo de invitación a la pista. Estaba claro que había venido a bailar no a conversar ni hacer amigos. Bailar, sólo bailar, impregnarse de milonga.
Alejada, desentendida de sí misma cada tango era una confesión, una historia común de ilusión y desengaño, un cuento de desamor, una herida de abandono. una historia que evocaba la nostalgia, la plenitud de haber amado con rabia hasta el hastío.
Bailaba con fuerza, desde las entrañas, pisando cada compás, adornando notas y arpegios, con la cadera, entregada al abrazo haciendo que el compañero sólo pudiera atender su demanda.
Bailaba con la fuerza del olvido, sin mirar a nadie, sin atender otra cosa que su propia cadencia, como si la necesidad de bailar fuera la expresión de todo. Dejaba en cada paso trocitos de noche, penas y desarraigos.
Su espalda, electrizada con la música, parecía decir al pasado, pasado, en cada paso procuraba desprenderse de recuerdos desgarrados, imágenes fugaces, propiciando olvidos pequeños y furtivos que la alejaban de las cárceles de la angustia. Sonreía al compañero con cortés distancia, como dando a entender lo poco que le interesaba la conversación, y su sonrisa era como un muro de contención de sentimientos entre el final de un tango y el comienzo del siguiente.
En la mesa, de nuevo, una soledad compartida, compañías anónimas, alerta para no perder una insinuación, un cabeceo. Los caballeros estaban imantados, uno tras otros la bailaban no podían sustraerse a su llamada sin palabras que les dejaba bien claro:-
Aquí estoy, vine a bailar.
Perdonó alguna pieza, las justas para refrescarse, un aseo rápido, un sorbo y otra tanda.
Hambre de baile, sed de abrazo. En cada giro iba perdiendo tristeza y ganando libertad y con esa libertad aumentaban sus ganas de milonguear, cada vez quería más, no le importó la destreza del bailarín, ni su calidad, ni su experiencia porque ella los mejoraba. Los más neófitos evolucionaban en la pista como nunca hubieran imaginado y los más expertos acababan sin saber dónde estaban porque ella los arrastraba, los empujaba, sugerente y decidida, absorbiendo las energías de cada uno, regalando con generosidad las propias en un abrazo que era pura entrega.
Tango a tango consumió la noche, atenta sólo a la música y dejó atrás esa tristeza de amor traicionado que la envolvía como un sudario, mudando la piel y el alma.
Contagiados por su voracidad bailábamos como posesos, es habitual que la pista esté caliente pero esta noche ardía. Los varones, potenciados por la musa, no dejaron dama sin probar, las mujeres no parecían notar el cansancio habitual del viernes noche y reclamaban atención compartiendo con la extraña el lenguaje milenario de las ninfas.
El espíritu no se apartó de ella, bailó todas las tandas que bailó ella y ella se las bailó todas. Se acabó la milonga y ella se fue con un aludo satisfecho de deseo realizado, un agradecimiento mudo. Y el espíritu se fue tras ella, su aura fantasmal persiguiendo el halo de ella que dejaba tras de sí acordes de alivio, aromas de vals, fraseos de bandoneón. Y sus ojos, normalmente opacos y vacíos estaban llenos de destellos de tango y relámpagos de milonga.
Ella llegó pronto, de las primeras. Discreta, oculta tras el negro de su ropa, ojos enormes empañados de tristeza. Al principio estaba sola, luego se acomodaron otras mujeres en su mesa. No daba conversación, no sé siquiera si ofreció su nombre a la curiosidad local. Rígida en la silla, parecía dispuesta a saltar como un resorte al más mínimo atisbo de invitación a la pista. Estaba claro que había venido a bailar no a conversar ni hacer amigos. Bailar, sólo bailar, impregnarse de milonga.
Alejada, desentendida de sí misma cada tango era una confesión, una historia común de ilusión y desengaño, un cuento de desamor, una herida de abandono. una historia que evocaba la nostalgia, la plenitud de haber amado con rabia hasta el hastío.
Bailaba con fuerza, desde las entrañas, pisando cada compás, adornando notas y arpegios, con la cadera, entregada al abrazo haciendo que el compañero sólo pudiera atender su demanda.
Bailaba con la fuerza del olvido, sin mirar a nadie, sin atender otra cosa que su propia cadencia, como si la necesidad de bailar fuera la expresión de todo. Dejaba en cada paso trocitos de noche, penas y desarraigos.
Su espalda, electrizada con la música, parecía decir al pasado, pasado, en cada paso procuraba desprenderse de recuerdos desgarrados, imágenes fugaces, propiciando olvidos pequeños y furtivos que la alejaban de las cárceles de la angustia. Sonreía al compañero con cortés distancia, como dando a entender lo poco que le interesaba la conversación, y su sonrisa era como un muro de contención de sentimientos entre el final de un tango y el comienzo del siguiente.
En la mesa, de nuevo, una soledad compartida, compañías anónimas, alerta para no perder una insinuación, un cabeceo. Los caballeros estaban imantados, uno tras otros la bailaban no podían sustraerse a su llamada sin palabras que les dejaba bien claro:-
Aquí estoy, vine a bailar.
Perdonó alguna pieza, las justas para refrescarse, un aseo rápido, un sorbo y otra tanda.
Hambre de baile, sed de abrazo. En cada giro iba perdiendo tristeza y ganando libertad y con esa libertad aumentaban sus ganas de milonguear, cada vez quería más, no le importó la destreza del bailarín, ni su calidad, ni su experiencia porque ella los mejoraba. Los más neófitos evolucionaban en la pista como nunca hubieran imaginado y los más expertos acababan sin saber dónde estaban porque ella los arrastraba, los empujaba, sugerente y decidida, absorbiendo las energías de cada uno, regalando con generosidad las propias en un abrazo que era pura entrega.
Tango a tango consumió la noche, atenta sólo a la música y dejó atrás esa tristeza de amor traicionado que la envolvía como un sudario, mudando la piel y el alma.
Contagiados por su voracidad bailábamos como posesos, es habitual que la pista esté caliente pero esta noche ardía. Los varones, potenciados por la musa, no dejaron dama sin probar, las mujeres no parecían notar el cansancio habitual del viernes noche y reclamaban atención compartiendo con la extraña el lenguaje milenario de las ninfas.
El espíritu no se apartó de ella, bailó todas las tandas que bailó ella y ella se las bailó todas. Se acabó la milonga y ella se fue con un aludo satisfecho de deseo realizado, un agradecimiento mudo. Y el espíritu se fue tras ella, su aura fantasmal persiguiendo el halo de ella que dejaba tras de sí acordes de alivio, aromas de vals, fraseos de bandoneón. Y sus ojos, normalmente opacos y vacíos estaban llenos de destellos de tango y relámpagos de milonga.
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Precioso!
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