Recupero un texto antiguo del siempre lúcido e incómodo Manuel Delgado.Viene bien recordar que la situación de despilfarro viene de muy atrás
(aconsejo como divertimento para su lectura sustituir BIENAL DE VALENCIA por FESTIVAL VEO)
Artículo publicado en el diario Levante, el 10 de junio de 2003, con motivo de la Bienal de Valencia, presentada bajo el título genérico de "La ciudad ideal".
ARTE Y TIRANÍA
Manuel Delgado
Buena oportunidad la que nos presta
En las antípodas de esa concepción democrática del arte –capacidad al alcance de cualquiera de generar y hacer proliferar mundos –, los sistemas políticos despóticos consideran el arte como una pura ornamentación al servicio de su propio esplendor, artefacto destinado a generar la estupefacción de los súbditos, extasiados ante la grandeza de los edificios y los fastos, impresionados ante el fulgor de los espectáculos que se le brindan gratuitamente para su disfrute. Ese arte expresa en este caso un poder barroco, que ama sus propias puestas en escena, tan vacías como grandilocuentes, que se entrega a la teatrocracia como forma de gobierno y que convierte la Cultura en general en la nueva religión de Estado.
Por lo que hace a la ciudad, el arte sumiso que toda dictadura patrocina puede servir, además de para generar efectos autolaudatorios, para proveer de coartadas operaciones inmobiliarias e iniciativas urbanísticas discutibles, al mismo tiempo que disimula buen número de fracasos o abandonos estructurales. El arte puede, en estos casos, salir a la calle, pero no para reconocerse en ella, sino para imponerle su ejemplaridad a la pluralidad de las prácticas y las apropiaciones ordinarias que no deja nunca de registrar, para que no se escuche el murmullo que, como un bajo continuo, se extiende a ras de suelo y que no es otra cosa que lo urbano mismo. El arte público no es entonces arte de todos y para todos, sino respuesta a una necesidad institucional que es al mismo tiempo decorativa y simbólica. Como ornamento, atiende a la voluntad de los gestores de un espacio urbano de dignificarlo estéticamente y ponerlo a las órdenes de proyectos políticos o/y empresariales interesados en elevar el tono moral del territorio, atenuando los efectos de transformaciones traumáticas, camuflando operaciones especulativas o aliviando los malestares derivados de la falta de popularidad de buen número de innovaciones en materia urbanística.
La tiranía sabe que la instalación de una pieza de arte en un espacio público sirve para paliar las carencias de legitimidad simbólica que afectan tanto al poder político que administra ese espacio y lo mantiene, como a los planes urbanísticos que aspiran a convertir al usuario en consumidor y la tentación de la crítica en adhesión entusiasta. Nos encontramos de este modo ante lo que bien podríamos llamar artistización de las políticas urbanísticas, es decir, producción de efectos embellecedores del espacio público, simple maquillaje destinado a la exaltación de las autoridades y fuente de mantenimiento de todo tipo de tinglados artístico-culturales. ¿Objetivo final?: una ciudadanía narcotizada, que se pasa el tiempo riéndose sin saber de qué y que proyecta la imagen de una ciudad permanentemente eufórica.
Frente a esa utilización por parte de las tiranías del arte en la calle como autoexaltación de su propia grandeza, al tiempo que como recurso para el enmascaramiento y la legitimación de abusos, el arte democrático entiende el espacio público como proscenio para la acción social también en el plano creativo. La práctica artística no busca entonces embellecer, sino turbar. No persigue anonadar, sino hacer pensar. El arte público no es aquel que está en la calle, sino el que sucede en
Una vez expuesta la teoría, cabe invitar a cada cual a que se plantee a cuál de esos dos modelos –el democrático y el tiránico – responde la orientación que ha asumido
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