22/12/14
LAS BABAS DEL DIABLO por JULIO CORTAZAR
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda,
usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si
se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo
así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros
vuestros sus rostros. Qué diablos.
Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera
sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La
perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra
especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra
máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte,
y sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de
doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo
que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado.
Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no
veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra,
con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de
engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que
arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es
la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).
De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a
preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta
una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué
cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en
el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el
cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo
sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar,
porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas
que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o
al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los
muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo,
siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.
Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de
esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya
está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas
ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy
fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo
miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente
está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una
paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es
la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna
manera con esto, sea lo que fuere.
Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si
me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa
(porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces
una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a
clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada;
mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.
Roberto Michel, franco–chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió
del número 11 de la rue Monsieur–le–Prince el domingo siete de noviembre del año en
curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas
trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos de José
Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París,
y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas
persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas
maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí,
cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por
los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte–Chapelle. Eran apenas
las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para
perder tiempo derivé hasta la isla Saint–Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré
un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me
vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme
de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se
puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio pero en realidad es lo
mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar
fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige
disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la
mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del
número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay
como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol
en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una
botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su
manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa
una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la
Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni
1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en
el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera
pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las
cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.
Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la
íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo)
me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las
que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé
envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en
el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que
en el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.
Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre,
aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era
una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los
parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me
sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un
potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después
la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía
miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un
impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida,
conteniéndose en un último y lastimoso decoro.
Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el parapeto, en
la punta de la isla— que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer
rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara
(de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando
comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena
quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé
mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más
afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se
bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de
antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien
entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es
más bien difícil.
Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá
después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo
que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía
un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora
soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara
blanca y sombría —dos palabras injustas— y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo
delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos
al vacío, dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he
dicho dos ráfagas de fango verde.
Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes
amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o
ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la
chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto —pájaro azorado, ángel de
Fra Filippo, arroz con leche— y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se
ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los
quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres pero sin un centavo en el
bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un coñac,
un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno
que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor
con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las
doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de
caoba al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de
mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río
para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en
las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista
pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros
felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la
disponibilidad parecida al viento y a las calles.
Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora
aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa
insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella mañana no
miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la
mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba
inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos
antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer
y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá
el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro,
provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle
miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo
la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco
metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria;
su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría
por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido,
queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta
el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la
mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo
tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a
teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a
besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba,
sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto
pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.
Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes)
tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba,
restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre del
sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y
que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto
detenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el
movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando
parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un
banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel y
los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para
mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario
estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda
expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y
el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo
ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas),
aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más?
Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero
sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris...
Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al
acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume,
la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el
tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La
mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus
últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles
(ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa
(un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el
azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar
fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la
escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían
desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en
cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de
opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la
iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las
torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué,
en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de
fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así;
aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin
imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin
satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese
chico.
Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que
imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes.
Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con
la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días,
porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor
(con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los
dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como
interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían
robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.
Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que
nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de
película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de
color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de
película, pero cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las
buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no
está prohibida en los lugares públicos sino que cuenta con el más decidido favor oficial y
privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se
iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y
echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera,
pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.
Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que
aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se
esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto
envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre
del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en
la comedia.
Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había
pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le
cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca le temblaba y la
mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la
voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel
apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles,
más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el
pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía
acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por
qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía.
El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo
insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a
andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas,
del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había
dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos
por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.
Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso.
Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la
Conserjería y de la Sainte–Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de
prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en
el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el adolescente. El
negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo
otra mucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo
pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la
instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una
pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación
comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado,
como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de
la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo
como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable
(ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los dos
primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared,
y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José
Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La
primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una
foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas
cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la
máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió
que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así;
sin duda era la manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal
pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo
cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía
en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el
chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente para
valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez
con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen
colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la
entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo;
mi partida no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don
de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada
demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo
verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de
que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí
parecía demostrarlo). De puro entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin
su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre.
Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla;
Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo,
aquella foto había sido una buena acción.
No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese
momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá
ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa la condición de su cumplimiento. Creo que
el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y
la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una
ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en
la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre
sus cabezas.
Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside
dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés —y vi la mano de la mujer que
empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una frase en francés
que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que
chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores
cuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del
sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la
catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su
mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que
receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando,
explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy
bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la
fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de
la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al
hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre
hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza,
comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo
que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a
trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora
iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos
horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni
proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror
y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra;
no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros
maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas,
las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no
podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una
fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a
suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de
otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y
tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran
decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una
habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño,
de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban
a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico
mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta
contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra
vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que
desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese
instante; había como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico.
Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo
segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol
giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro,
la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un
poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a
acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos,
entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé
a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen,
y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo
veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a
volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba,
por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me
quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la
mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la
imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una
lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante
aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los
ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.
Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo
incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo
perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto.
Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una
nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha.
Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto
restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un
llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes,
de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.
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