25/10/11

Entre lo uno y lo múltiple. Antonio Villanueva. VIDA DIGITAL y Posmodernidad


Por Antonio VILLANUEVA.
(Publicado en la revista Apuntes de Aula, nº 3, mayo de 1998. Cuenca, Centro de
Profesores y de Recursos de Motilla del Palancar, 1998, págs. 40 a 43. ISSN 1136-7881)

El ordenador se ha convertido en una metáfora de la posmodernidad. Nada ilustra mejor las
ideas de descentralización, diversidad, crisis de autoridad o fin de las ideologías, defendidas por los posmodernos, que la propia evolución de la informática.
En apenas cincuenta y pocos años, desde el 15 de febrero de 1946 (fecha de la presentación en
público del ENIAC, primer ordenador electrónico), hasta hoy, hemos asistido a varias revoluciones, a un cambio incesante, producido a ritmo exponencial, en la ciencia y la tecnología.
La revolución tecnológica aún no ha terminado. Como dice el británico Tom Forester (1), “si la
automoción hubiera experimentado un desarrollo parecido a la informática, se podría disponer de un Rolls-Royce por menos de 300 pesetas y, además, el vehículo dispondría de la potencia de un transatlántico como el Queen Elizabeth para ser capaz de recorrer un millón de kilómetros (unas 25 vueltas al mundo) con sólo un litro de gasolina”. Y en el futuro, los ordenadores aumentarán aún más su potencia de proceso.

Hemos salido de una etapa críptica, en la que sólo unos pocos iluminados, sentidos en parte
como genios y en parte como seres peligrosos y antisociales, experimentaban con aquellas extrañas máquinas de calcular. La cibernética se ha hecho tan popular que se ha convertido en fenómeno de masas, en cibercultura (2). El ordenador está tan presente, en nuestro entorno diario, como los electrodomésticos más usuales, incluida la tele.
Vivimos en la era de la información; ella cierra este milenio e inaugurará el próximo. Nuestro
tiempo está bajo el signo de la tecnociencia, cuyos efectos son incuestionablemente positivos en algunos aspectos (y más discutibles en otros). La informática ha dejado de ser un reducto para masones del bit, sectarios o marginales. Hemos acabado con el aura de esoterismo que la envolvía. Las nuevas tecnologías están —empiezan a estar— en todas partes, inclusive en ámbitos tradicionalmente tecnófobos, como la escuela. Las generaciones más jóvenes se identifican con la vida digital. La informatización de la sociedad tiene tanta importancia que sólo es comparable a procesos históricos como, por ejemplo, la romanización. Estamos asistiendo a una nueva definición del analfabetismo: los bárbaros del siglo XXI serán quienes no sepan manipular los ordenadores, los que mantengan hábitos analógicos, quienes no se adapten al estilo digital.

Ser digital será una manera de vivir, una forma de vida ante la que sólo habrá dos posturas:
apocalípticos e integrados, por usar la terminología de Umberto Eco.
“En el año 2000 el hombre empezará a dejar de ser homo sapiens. Los antropólogos del año
3000 lo clasificarán como homo digitalis” (3).

Lo importante, en la nueva cultura, es el cambio de átomos por bits; el paso de lo material a lo
virtual; la sustitución del papel por la pantalla, del texto por el hipertexto. En la era del bit, todos seremos bitniks (4)

La digitalización de la vida social supone cambios trascendentes ante los que es inútil resistirse.
Sería como cerrarle el paso a un alud. Y es, precisamente, en estos cambios donde vemos realizarse los principales postulados de la posmodernidad. Tal es la tesis que defiende este artículo.

Los teóricos de lo posmoderno han caracterizado el fin de siglo (y milenio) como tiempo de
transición convulsa. Se ha hablado del ocaso de las grandes ideologías, de crisis de autoridad. La
incertidumbre ha suplantado a la certeza, la fragmentación a lo unitario y la inseguridad a la seguridad.
Todo vale, porque las cosas cambian muy deprisa. Vivimos una permanente búsqueda de valores. Pero la multiplicidad de perspectivas nos impide hallarlos. Nos quedamos en disputas y polémicas, más o menos apasionadas.
Nos hemos despertado del Sueño de la Razón. Y se proclama el fin del proyecto ilustrado: la
historia no se construye en una sola dirección, por el único camino ascendente del progreso. Caminamos sin rumbo claro, faltos de un proyecto común. No hayamos la Razón, con mayúscula, y sólo existen las personales motivaciones de cada cual.
Éste es, más o menos, el panorama que nos presenta la posmodernidad. El final de la guerra fría
y la caída del muro de Berlín nos han dejado huérfanos de seguridades ideológicas. Se ha terminado la política de bloques y, a la vez, todo se ha vuelto fluctuante, relativo. No hay un único punto de luz. Las jerarquías se derrumban y, en el maremágnum de las opiniones, todas quieren ser tabla de salvación. Las grandes plataformas ideológicas, desde las que mirar la vida, que, como el mito, servían para explicarlo todo —capitalismo, comunismo—, ya no valen. Por todas partes, se cuelan opiniones pequeñas, balbucidas, poco sistematizadas, expresadas casi en voz baja, y puestas al mismo nivel que las antaño tenidas como sólidos juicios de valor.
La cultura mediática ha tenido mucho que ver en esta situación. Un día, podemos leer, en cualquier periódico, el sesudo artículo de un académico alabando las virtudes del libro y la lectura. Y al día siguiente, la televisión nos ofrecerá una entrevista en la que una joven cantante de éxito, hasta hace poco aprendiz de peluquera, asegura que leer es un rollo y que le aburre soberanamente.

Los valores de prestigio, determinantes de la influencia social, han cambiado. La opinión de una
joven con un nivel cultural básico, expresada incluso de forma poco sistemática, puede influir en el público tanto o más que la de un docto catedrático. Estamos lejos de la república de los filósofos, que quería Platón, simplemente porque los pensadores no encarnan en absoluto la idea de éxito en nuestra
sociedad. Los valores dominantes se vinculan a ideas como juventud, riqueza, fama, belleza, poder... Y muy en último extremo, cultura.
La presión mediática es la que define el relumbrón social. Los media pueden incluso alterar la
norma usual, promoviendo valores alternativos. Por ejemplo, un modelo de mal hablar puede convertirse en lenguaje normativo (finstro, pecador de la pradera, pol la gloria de mi madre... son expresiones repetidas hasta la saciedad por jóvenes y no tan jóvenes). Un ejemplo de mal vestir puede transformarse en canon de elegancia. Y un ejemplo de mal hacer, en modelo de conducta (el cine convirtió en paradigma de la virilidad fumar cigarrillos; ahora sabemos las funestas consecuencias de ese hábito).
La posmodernidad se caracteriza por la fragmentación ideológica y por la relatividad de los
juicios. Lo que ayer era dogma, hoy es cuestionado. Lo que fue blanco puede hacerse negro. El principio de autoridad ya no vale y, por otro lado, los que fueron autoridad (jueces, abogados, catedráticos, médicos...) ahora lo son sólo en el ámbito profesional y un poco menos en lo social. Hemos pasado de valores seguros, a los que nos adscribíamos por pulsiones casi pasionales, más que intelectuales, a funcionar por tanteos, por intuición casi. Es como si el mundo volviera a nacer con cada uno de nosotros y todos quisiéramos vivir intensamente por nuestra cuenta, sin admitir la experiencia previa de nuestros mayores. Hemos sustituido el concepto de militancia, que nos enraizaba en un grupo, por el de disidencia, que nos deja solos ante la multitud. La experimentación ha sustituido a la tradición. Y la idea de transgresión tiene mucho más atractivo que la de continuidad, asociada a valores peyorativos como rutina, monotonía o aburguesamiento.

Esta situación se traduce en una gran diversidad, pluralidad que tiene connotaciones de riqueza,
multivalencia y apertura, pero que conlleva también aspectos de desorientación, crisis, fracaso,
depresión... Nadie sabe muy bien hacia dónde camina. Vivimos asediados por riesgos de alcance
planetario (desastre nuclear, terrorismo, depredación del medio ambiente, paro...) y, contra ello,
levantamos el orgullo de nuestro progreso tecnológico. Somos libres para opinar, pero al mismo tiempo buscamos las opiniones de la mayoría y nos adscribimos a ellas, para integrarnos en la seguridad tribal: lo que diga la mayoría, lo que los media pongan de moda... No se opina por convicción, sino por criterios estadísticos. Desconfiamos de cualquier idea o perspectiva, pensando que sea prejuiciosa, sectaria o equivocada. Dudamos de cualquier fe y, como mucho, nos adscribimos a ella de manera temporal.

Desde que, en el siglo pasado, Dostoievski proclamara la muerte de Dios, hemos intentado
construir una ética civil que sustituyera al sentimiento religioso. Lo conseguimos a medias, durante cierto tiempo (época de la guerra fría), pero el fin de siglo nos ha traído una herencia de crisis y dificultad.
Sin embargo, la diversidad planetaria, el fin de la política de bloques, nos ha permitido conocer
una gran variedad de perspectivas. La posmodernidad reivindica a las culturas débiles o minoritarias, frente al totalitarismo cultural. Opone discursos, quizá balbucientes, mal sistematizados, pero alternativos, a la diálectica de los grandes sistemas filosóficos. En cierta medida, encarna el ideario del Absurdo, en su lucha denodada contra la lógica aristotélica: la lógica siempre es del poder y el Absurdo pertenece al pueblo. Las culturas underground, las subculturas, la vida Alt, han conseguido expresarse como nunca lo habían hecho en la posmodernidad.

El mundo se ha convertido en una gigantesca olla a presión, en el que las moléculas-individuo
buscan la válvula de escape. Nos desparramamos en todas direcciones buscando caminos. Y nuestro futuro será encontrarlos. O el estallido final.
La informática ha recorrido, exactamente, el mismo camino que la humanidad. Lo cual es
lógico, pues se trata de una creación humana. En poco más de cincuenta años, ha hecho el mismo
itinerario que la especie humana en los dos últimos siglos.
En sus primeros tiempos, los ordenadores eran mastodontes. Ocupaban un edificio entero y
consumían tanta electricidad como una ciudad de cincuenta mil habitantes. Fue la época absolutista.
Imperaba la lógica del centralismo. Se pensó en ubicar a la inteligencia artificial en centros muy
concretos de poder. Solamente algunos iniciados tendrían acceso al nuevo conocimiento. La humanidad se dividiría entre los gurús (los científicos y los poderes que los financiaban: el ejército, los gobiernos, las grandes empresas) y la plebe (todos los demás).
Vino, después, la revolución del PC, el Personal Computer: El fantasma de la microinformática
recorrió Europa. Aquello fue el Octubre rojo, la toma de la Bastilla. Y el nacimiento de un nuevo zar: la industria de telecomunicaciones de los Estados Unidos (y un poco de Japón) (y otro poco de Europa). El ordenador-dinosaurio se extinguió. Le pasó lo que a los grandes reptiles: le crecía sin cesar el cuerpo, pero tenía arteriosclerosis cerebral. El tamaño del ordenador es inversamente proporcional al de su cota de mercado. Si se convertía en microordenador, todo el mundo podría tenerlo en casa. Igual que a la tele. El gran salto fue adaptarlo para el consumo masivo. La microinformática se hizo tan popular que hasta los niños hacían programaciones.

En los 90, nueva ola: la popularización de las redes, de manera especial Internet. Final del
mundo tal y como lo conocemos. Una democracia descentralizadora acaba con la lógica centralista. El federalismo de las opiniones se impone al totalitarismo de la dialéctica filosófica.
Nada volverá a ser igual. El comercio cambiará. El trabajo cambiará. La educación cambiará.
Las leyes de la propiedad intelectual también cambiarán. Internet no es de nadie, todo el mundo opina libremente allí. El mundo editorial cambiará. Veremos, por ejemplo, el periódico a la carta. Las posibilidades de editar se han multiplicado tanto que cualquiera puede hacer llegar sus opiniones a los demás. La concentración de poderes mediáticos es, ahora, más difícil. Las leyes de la propiedad intelectual también cambiarán.
Las redes han evidenciado la obsolescencia de algunos conceptos, como el de estado-nación o
el de arancel (los bits no pagan aduanas). E impiden prácticas totalitarias, como la censura. O desvelan
anacronismos ideológicos, como el nacionalismo. No habrá que pasar por el aro de las grandes
corporaciones. La revolución multimedia impone la idea de interactividad, es decir, participación. Se ha acabado el reinado de la tele, dominada por el poder político y mercantil. Nunca más volveremos a ser espectadores pasivos, alienados en nuestro sofá. El poder nunca estuvo en el mando a distancia. Ésa era la gran mentira del Poder real, el Poder Fáctico.
La vida digital es la metáfora perfecta de la posmodernidad. Significa pluralidad, participación,
democracia, multiculturalismo. Pero siguen acechando los peligros. Esta gran apertura tecnológica implica también disgregación, marginalidad. En el futuro, tendremos que integrar al Tercer Mundo, porque cada vez es mayor el abismo que nos separa de él. La transferencia de tecnología a los países en vías de desarrollo es imprescindible.
Por otro lado, junto a fuerzas centrífugas que descentralizan la autoridad, democratizándola,
hay también factores de homogenización que anulan las diversidades. Vivimos la imposición del
american way of life, la cultura de la hamburguesa. Creemos que el único modo de vida es el occidental (pluripartidismo, economía de mercado) y la única política viable el neoliberalismo (contención de los salarios, reducción del gasto social...). Y hemos creado problemas de índole planetaria, que ningún estado aislado alcanza a resolver: paro, drogadicción, contaminación de las ciudades, consumismo alienante, terrorismo, tráfico de armas, etc. Incluso en el ámbito de la informática, hay prácticas monopolísticas de estados y empresas poderosas.
El ordenador es el gran símbolo del nuevo milenio. Él es lo uno y lo múltiple: aquella máquina total, que reclamaba Leibniz, capaz de soportar aplicaciones para cualquier uso imaginable. Él es alfa y omega, principio y fin de nuestras dichas y calamidades. Él será la clave de nuestro futuro. Ojalá sepamos emplearlo en la dirección acertada.

NOTAS.-
1.-Tomado de NEGROPONTE, Nicholas: El mundo digital. Barcelona, Ediciones B, 1995, pág. 11.
2.- Ver LÓPEZ, Alejandro y ESTRELLA, Julio: Cibercultura. Madrid, Anaya Multimedia, 1995. El libro
recoge las aportaciones de la nueva cultura, con sus tropas ciberpunk, hackers, crackers, phreackers, etc.
Explica conceptos actuales como ciberespacio, multimedia, hipertexto, realidad virtual, ciberdelia...
3.- TERCEIRO, José B.: Sociedad digital. Del homo sapiens al homo digitalis. Madrid, Alianza Editorial, 1996, pág.32. Un libro clarividente, inspirado en Negroponte y escrito en estilo brillante. En la misma página 32, leemos: “Estamos haciendo un viaje nocturno. Hemos dejado atrás la ciudad analógica y avanzamos veloces en el automóvil de la tecnología por el amanecer digital, camino de su luminosa y prometedora mañana. Pero todavía no ha salido el sol, sería imprudente conducir con las luces de cruce.
Debemos utilizar las largas y, aun así, si nos quedamos dormidos, nos saldremos de la carretera”. Muy lúcido.
4.- Identificativo de un grupo de cibernautas. El nombre se formó sobre la palabra beatnik, que designaba,
en los sesenta, al inconformismo juvenil, con sus ideas hippies y su lema Sex, drugs & rock’n’roll.

BIBLIOGRAFÍA:
· NEGROPONTE, Nicholas: El mundo digital. Barcelona, Ediciones B, 1995.
· LÓPEZ, Alejandro y ESTRELLA, Julio: Cibercultura. Madrid, Anaya Multimedia, 1995.
· TERCEIRO, José B.: Sociedad digital. Del 'homo sapiens' al 'homo digitalis'. Madrid

18/10/11

Hermann Hesse. Poesía. Letras



LETRAS (*)
En ocasiones solemos coger la pluma
y escribimos, sobre una hoja en blanco,
signos que dicen esto y aquello: todos los conocen,
es un juego que tiene sus reglas.

Si viniera, en cambio, algún salvaje o loco,
y, curioso observador, acercase a sus ojos
una de esas hojas con su campo rúnico,
otra imagen del mundo, extraña, de ahí lo observaría.

Acaso un salón de mágicos retratos;
vería la A y la B como un hombre o animal
moverse, como los ojos, cabellos y miembros,
allí pensativos, impulsados aquí por el instinto;
leería como en la nieve las huellas de las cornejas,
correría, reposaría, sufriría y volaría con ellas
y vería trasguear entre los signos negros, fijos,
o deslizarse entre los breves trazos,
de cualquier creación, las posibilidades.
Vería arder el amor, al dolor contraerse,
y se admiraría, reiría, lloraría, temblaría,
pues tras las mejillas de aquella escritura
el mundo entero, con su ciego impulso,
pequeño se le antojaría, embrujado, exiliado
entre los signos que, con rígida marcha,
avanzan prisioneros y tanto se asemejan
que impulso vital y muerte, deseos y pesares,
fraternizan hasta hacerse indiscernibles...

Gritos de intolerable angustia lanzaría
finalmente el salvaje, atizaría el fuego y,
entre golpes de frente y letanías,
la blanca hoja entregaría a las llamas.
Luego, tal vez adormilado, sentiría
cómo ese No-mundo, ese espejismo
insoportable lentamente retorna
a lo Nunca-sido, al Ningún-lado,
y suspiraría, sonreiría, sanaría...

(*) Letras, escrito el 8-II-1935, que originalmente llevaba el título de Jeroglíficos:

7/10/11

Carmen Calvo. Artista multidisciplinar

Carmen Calvo, Valencia 1950, Estudió en la Escuela de Artes y Oficios.
Título de Publicidad 1970. Estudió en la Escuela Superior de Bellas Artes de Valencia.
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Carmen Calvo comienza a destacar en el panorama artístico español durante la década de los setenta. Las influencias del Pop Art, recibidas en gran medida a través de su versión valenciana encarnada en Rafael Solbes y Manolo Valdés, integrantes del Equipo Crónica, forman parte de sus comienzos.

No obstante, su confluencia con el Pop Art no llegaba a un acuerdo en los fundamentos relativos a la reproductibilidad del objeto en serie. Para la artista valenciana existe un carácter de unicidad en su concepción del objeto, con connotaciones incluso nostálgicas, que le aparta de los planteamientos del movimiento, iniciando una personal trayectoria más pareja a los trabajos del también valenciano Miquel Navarro, con los que la obra de Calvo comparte un cierto aire de familia en su gusto por la distribución de pequeños elementos en el espacio, sea a través del lienzo o de la instalación.

Calvo es uno de los referentes en la conceptualización contemporánea del fragmento. Interesada por la arqueología, su obra tiene una esencia de hallazgo y de reminiscencia. Esta exposición en el Palacio de Velázquez acerca al visitante a un centenar de obras de la artista que abarcan de 1976 a 2002, centrándose especialmente en la década de los noventa. La diversidad de materiales empleados en la construcción de sus obras es uno de los rasgos más personales de su obra. Elementos encontrados o, también, adquiridos en el Rastro madrileño junto a materiales como el cemento, el mármol, el cristal, el barro, el yeso y un largo etcétera forman parte de sus composiciones que se han renovado con el paso de las décadas en una evolución que le llevó a representar a España en el Pabellón de la Bienal de Venecia de 1997 junto al barcelonés Joan Brossa.
"No es lo que parece" 1999
Técnica mixta, collage, fotografía, 190 x 122 cm

"Poligrafías"

"Sembrando estas cosas primaverales"









1/10/11

Jack Kerouac. En la carretera (fragmento)


EN LA CARRETERA

(Fragmento...inicio)
1
Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto. Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca. Dean es el tipo perfecto para la carretera porque de hecho había nacido en la carretera, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, en un viejo trasto, camino de Los Angeles. Las primeras noticias suyas me llegaron a través de Chad King, que me enseñó unas cuantas cartas que Dean había escrito desde un reformatorio de Nuevo México. Las cartas me interesaron tremendamente porque en ellas, y de modo ingenuo y simpático, le pedía a Chad que le enseñara todo lo posible sobre Nietzsche y las demás cosas maravillosamente intelectuales que Chad sabía. En cierta ocasión, Carlo y yo hablamos de las cartas y nos preguntamos si llegaríamos a conocer alguna vez al extraño Dean Moriarty. Todo esto era hace muchísimo, cuando Dean no era del modo en que es hoy, cuando era un joven taleguero nimbado de misterio. Luego, llegaron noticias de que Dean había salido del reformatorio y se dirigía a Nueva York por primera vez; también se decía que se acababa de casar con una chica llamada Marylou.
Un día yo andaba por el campus y Chad y Tim Gray me dijeron que Dean estaba en una habitación de mala muerte del Este de Harlem, el Harlem español. Había llegado la noche antes, era la primera vez que venía a Nueva York, con su guapa y menuda Marylou; se apearon del autobús Greyhound en la calle Cincuenta y doblaron la esquina buscando un sitio donde comer y se encontraron con la cafetería de Héctor, y desde entonces la cafetería de Héctor siempre ha sido para Dean un gran símbolo de Nueva York. Tomaron hermosos pasteles muy azucarados y bollos de crema.
Todo este tiempo Dean le decía a Marylou cosas como éstas:
—Ahora, guapa, estamos en Nueva York y aunque no te he dicho todo lo que estaba pensando cuando cruzamos Missouri y especialmente en el momento en que pasamos junto al reformatorio de Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es absolutamente preciso que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a nuestros asuntos amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes específicos de trabajo... —y así seguía del modo en que era aquellos primeros días.
Fui a su cuchitril con varios amigos, y Dean salió a abrirnos en calzoncillos. Marylou estaba sentada en la cama; Dean había despachado al ocupante del apartamento a la cocina, probablemente a hacer café, mientras él se había dedicado a sus asuntos amorosos, pues el sexo era para él la única cosa sagrada e importante de la vida, aunque tenía que sudar y maldecir para ganarse la vida y todo lo demás. Se notaba eso en el modo en que movía la cabeza, siempre con la mirada baja, asintiendo, como un joven boxeador recibiendo instrucciones, para que uno creyera que escuchaba cada una de las palabras, soltando miles de «Síes» y «De acuerdos.» Mi primera impresión de Dean fue la de un Gene Autry joven —buen tipo, escurrido de caderas, ojos azules, auténtico acento de Oklahoma—, un héroe con grandes patillas del nevado Oeste, De hecho, había estado trabajando en un rancho, el de Ed Wall, en Colorado, justo antes de casarse con Marylou y venir al Este. Marylou era una rubia bastante guapa con muchos rizos parecidos a un mar de oro; estaba sentada allí, en el borde de la cama con las manos colgando en el regazo y los grandes ojos campesinos azules abiertos de par en par, porque estaba en una maldita habitación gris de Nueva York de aquellas de las que había oído hablar en el Oeste y esperaba como una de las mujeres surrealistas delgadas y alargadas de Modigliani en un sitio muy serio. Pero, aparte de ser una chica físicamente agradable y menuda, era completamente idiota y capaz de hacer cosas horribles. Esa misma noche todos bebimos cerveza, echamos pulsos y hablamos hasta el amanecer, y por la mañana, mientras seguíamos sentados tontamente fumándonos las colillas de los ceniceros a la luz grisácea de un día sombrío, Dean se levantó nervioso, se paseó pensando, y decidió que lo que había que hacer era que Marylou preparara el desayuno y barriera el suelo.
—En otras palabras, tenemos que ponernos en movimiento, guapa, como te digo, porque si no siempre estaremos fluctuando y careceremos de conocimiento o cristalización de nuestros planes. —Entonces yo me largué.
Durante la semana siguiente, comunicó a Chad King que tenía absoluta necesidad de que le enseñase a escribir; Chad dijo que el escritor era yo y que se dirigiera a mí en busca de consejo. Entretanto, Dean había conseguido trabajo en un aparcamiento, se había peleado con Marylou en su apartamento de Hoboken —Dios sabe por qué fueron allí—, y ella se puso tan furiosa y se mostró tan profundamente vengativa que denunció a la policía una cosa totalmente falsa, inventada, histérica y loca, y Dean tuvo que largarse de Hoboken. Así que no tenía sitio adónde ir. Fue directamente a Paterson, Nueva Jersey, donde yo vivía con mi tía, y una noche mientras estudiaba llamaron a la puerta y allí estaba Dean, haciendo reverencias, frotando obsequiosamente los pies en la penumbra del vestibulo, y diciendo:
—Hola, tú. ¿Te acuerdas de mí? ¿Dean Moriarty? He venido a que me enseñes a escribir.
—¿Dónde está Marylou? —le pregunté, y Dean dijo que al parecer Marylou había reunido unos cuantos dólares haciendo acera y había regresado a Denver.
—¡La muy puta!
Entonces salimos a tomar unas cervezas porque no podíamos hablar a gusto delante de mi tía, que estaba sentada en la sala de estar leyendo su periódico. Echó una ojeada a Dean y decidió que estaba loco.
En el bar le dije a Dean:
—No digas tonterías, hombre, sé perfectamente que no has venido a verme exclusivamente porque quieras ser escritor, y además lo único que sé de eso es que hay que dedicarse a ello con la energía de un adicto a las anfetas.
Y él dijo:
—Sí, claro, sé perfectamente lo que quieres decir y de hecho me han pasado todas esas cosas, pero el asunto es que quiero comprender los factores en los que uno debe apoyarse en la dicotomía de Schopenhauer para conseguir una realización interior... —y siguió así con cosas de las que yo no entendía nada y él mucho menos. En aquellos días de hecho jamás sabía de lo que estaba hablando; es decir, era un joven taleguero colgado de las maravillosas posibilidades de convertirse en un intelectual de verdad, y le gustaba hablar con el tono y usar las palabras, aunque lo liara todo, que suponía propias de los «intelectuales de verdad». No se olvide, sin embargo, que no era tan ingenuo para sus otros asuntos y que sólo necesitó unos pocos meses con Carlo Marx para estar completamente in en lo que se refiere a los términos y la jerga. En cualquier caso, nos entendimos mutuamente en otros planos de la locura, y accedí a que se quedara en mi casa hasta que encontrase trabajo, además de acordar que iríamos juntos al Oeste algún día. Esto era en el invierno de 1947.
Una noche que cenaba en mi casa —ya había conseguido trabajo en el aparcamiento de Nueva York— se inclinó por encima de mi hombro mientras yo estaba escribiendo a máquina a toda velocidad y dijo:
—Vamos, hombre, aquellas chicas no pueden esperar, termina en seguida.
—Es sólo un minuto —dije—. Estaré contigo en cuanto termine este capítulo —y es que era uno de los mejores capítulos del libro.
Después me vestí y volamos hacia Nueva York para reunimos con las chicas. Mientras íbamos en el autobús por el extraño vacío fosforescente del túnel Lincoln nos inclinábamos uno sobre el otro moviendo las manos y gritando y hablando excitadamente, y yo estaba empezando a estar picado por el mismo bicho que picaba a Dean. Era simplemente un chaval al que la vida excitaba terriblemente, y aunque era un delincuente, sólo lo era porque quería vivir intensamente y conocer gente que de otro modo no le habría hecho caso. Me estaba exprimiendo a fondo y yo lo sabía (alojamiento y comida y «cómo escribir», etc.) y él sabía que yo lo sabía (ésta ha sido la base de nuestra relación), pero no me importaba y nos entendíamos bien: nada de molestarnos, nada de necesitarnos; andábamos de puntillas uno alrededor del otro como unos nuevos amigos entrañables. Empecé a aprender de él tanto como él probablemente aprendió de mí. En lo que respecta a mi trabajo decía:
—Sigue, todo lo que haces es bueno.
Miraba por encima del hombro cuando escribía relatos gritando:
—¡Sí! ¡Eso es! ¡Vaya! ¡Fuuu! —y secándose la cara con el pañuelo añadía—: ¡Muy bien, hombre! ¡Hay tantas cosas que hacer, tantas cosas que escribir! Cuánto se necesita, incluso para empezar a dar cuenta de todo sin los frenos distorsionadores y los cuelgues como esas inhibiciones literarias y los miedos gramaticales...
—Eso es, hombre, ahora estás hablando acertadamente —y vi algo así como un resplandor sagrado brillando entre sus visiones y su excitación. Unas visiones que describía de modo tan torrencial que los pasajeros del autobús se volvían para mirar «al histérico aquel». En el Oeste había pasado una tercera parte de su vida en los billares, otra tercera parte en la cárcel, y la otra tercera en la biblioteca pública. Había sido visto corriendo por la calle en invierno, sin sombrero, llevando libros a los billares, o subiéndose a los árboles para llegar hasta las buhardillas de amigos donde se pasaba los días leyendo o escondiéndose de la policía.
Fuimos a Nueva York —olvidé lo que pasó, excepto que eran dos chicas de color— pero las chicas no estaban; se suponía que íbamos a encontrarnos con ellas para cenar y no aparecieron. Fuimos hasta el aparcamiento donde Dean tenía unas cuantas cosas que hacer —cambiarse de ropa en un cobertizo trasero y peinarse un poco ante un espejo roto, y cosas así— y a continuación nos las piramos. Y ésa fue la noche en que Dean conoció a Carlo Marx. Y cuando Dean conoció a Carlo Marx pasó algo tremendo. Eran dos mentes agudas y se adaptaron el uno al otro como el guante a la mano. Dos ojos penetrantes se miraron en dos ojos penetrantes: el tipo santo de mente resplandeciente, y el tipo melancólico y poético de mente sombría que es Carlo Marx. Desde ese momento vi muy poco a Dean, y me molestó un poco, además. Sus energías se habían encontrado; comparado con ellos yo era un retrasado mental, no conseguía seguirles. Todo el loco torbellino de todo lo que iba a pasar empezó entonces; aquel torbellino que mezclaría a todos mis amigos y a todo lo que me quedaba de familia en una gran nube de polvo sobre la Noche Americana. Carlo le habló del viejo Bull Lee, de Elmer Hassel de Jane: Lee estaba en Texas cultivando yerba, Hassel, en la cárcel de isla de Riker, Jane perdida por Times Square en una alucinación de benzedrina, con su hijita en los brazos y terminando en Bellevue. Y Dean le habló a Carlo de gente desconocida del Oeste como Tommy Snark, el tiburón de pata de palo de los billares, tahúr y maricón sagrado. Le habló de Roy Johnson, del gran Ed Dunkel, de sus troncos de la niñez, sus amigos de la calle, de sus innumerables chicas y de las orgías y las películas pornográficas, de sus héroes, heroínas y aventuras. Corrían calle abajo juntos, entendiéndolo todo del modo en que lo hacían aquellos primeros días, y que más tarde sería más triste y perceptivo y tenue. Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un «¡Ahhh!». ¿Cómo se llamaban estos jóvenes en la Alemania de Goethe? Se dedicaban exclusivamente a aprender a escribir, como le pasaba a Carlo, y lo primero que pasó era que Dean le atacaba con su enorme alma rebosando amor como únicamente es capaz de tener un convicto y diciendo:
—Ahora, Carlo, déjame hablar... Te estoy diciendo que... —Y no les vi durante un par de semanas, y en ese tiempo cimentaron su relación y se hicieron amigos y se pasaban noche y día sin parar de hablar.

Entonces llegó la primavera, la gran época para viajar, y todos los miembros del disperso grupo se preparaban para tal viaje o tal otro. Yo estaba muy ocupado trabajando en mi novela y cuando llegué a la mitad, tras un viaje al Sur con mi tía para visitar a mi hermano Rocco, estaba dispuesto a viajar hacia el Oeste por primera vez en mi vida.