2/3/07

Consideraciones sobre la comunicación, o la ausencia de ella


¿Existe vida inteligente en nuestro planeta? ¿Es el humor un arma cargada de futuro?

Las emociones: Su origen en la parte no consciente del cerebro no implica que se pueda vivir al margen del sistema límbico. A pesar de la relativa incompatibilidad entre los códigos primitivos que emanan de la amígdala y el hipotálamo por una parte, y del neocórtex por otra; a pesar del ímpetu avasallador de los instintos sobre el pensamiento lógico o racional; a pesar del escaso conocimiento acumulado sobre los procesos y la inteligencia emocional con relación a las actividades ubicadas en la corteza superior del cerebro, sería aberrante creer que se puede vivir al margen de las emociones. Sin embargo, ése fue el modelo elegido por los humanos desde los albores de la historia del pensamiento, incluso a partir de la etapa «civilizada» que arranca en los tiempos babilónicos, gracias a la invención de la escritura. Aquel modelo se ha prolongado hasta hace menos de una década. De ahí que el siglo xx nos haya dejado con esa impresión, como me dijo en una ocasión el pintor Antonio López, «de falta de esplendor».

Todos los organismos vivos se enfrentan a una alternativa trascendental: deben asumir qué parte de sus recursos limitados dedican a las inversiones que garanticen la perpetuación de su especie, y qué parte de sus esfuerzos se destinan al puro mantenimiento del organismo. Cualquier equivocación al resolver este dilema se paga —a través de la selección natural— con la desaparición de la especie. No se pueden cometer errores y si se cometen, los criterios de adaptación a un entorno determinado premiarán a la especie que no los haya cometido. Los animales extraen su energía del oxígeno que reacciona con sus compuestos ricos en hidrógeno, de la misma manera que una llama se mantiene «viva» mientras sus ceras enriquecidas de hidrógeno tienen suficiente combustible de oxígeno. Pero —como explica Dorion Sagan, el hijo del famoso astrónomo Carl Sagan y de la bióloga Lynn Margulis—, la «cremá» de los organismos comporta, además del mantenimiento de una forma determinada durante un período relativamente corto, como ocurre con una llama parpadeante, la reproducción de su forma y funciones para la posteridad.

En algunos casos esta inversión implica unos costes extraordinarios. Eso podríamos denominarlo “inversiones vitales” . A los seres humanos (bípedos) desde el inicio de la inteligencia --los albores—les resultaba contraproducente invertir en exceso en el mantenimiento de un organismo que, de todos modos, no iba a superar los treinta años de vida. Compaginar un coste altísimo de reproducción con una esperanza de vida efímera pasaba por escatimar el presupuesto destinado al mantenimiento y, por lo tanto, a la felicidad. Bastaba un sistema inmunitario que hiciera frente, mal que bien, a las infecciones externas clásicas y conocidas, transmitidas por los
insectos sociales; o que contara con los mecanismos elementales para cicatrizar las heridas frecuentes en los entornos primitivos.
En ese diseño biológico —cuando la vida se agotaba pronto, sin apenas tiempo para garantizar la reproducción—, no tenía sentido contemplar los efectos del desgaste celular provocado por la edad madura, la acumulación de células indeseables, o las mutaciones en los cromosomas y mitocondrias. No entraban en los cálculos evolutivos la fijación de objetivos como el del mantenimiento de la salud o la conquista de la felicidad.

Si quedaba algún recurso disponible era más lógico asignarlo a las pesadas cargas de la reproducción. El objetivo de una vida feliz y sin problemas se dejaba para el más allá. Eso sí: un futuro lleno de paz y para la eternidad. Sin apenas inversión, se suponía que todos los gastos se centrarían en el puro mantenimiento por los siglos de los siglos.

A los gobiernos y poderes religiosos siempre les ha convenido que sus súbditos postergaran a la otra vida la felicidad; valga como tétrico ejemplo el uso de terroristas suicidas, gente sin futuro ni expectativas aquí y ahora, que sacrifican su vida sabiendo que el paraíso después de la muerte será su recompensa.

El desfase evidente en nuestras civilizaciones, en nuestro proyecto como humanidad está entre esa falta de comunicación, de armonización o negociación si se puede decir así, entre el modelo –excluyente-- que hemos elegido y denominado ‘progreso’ y la búsqueda de la felicidad como mantenimiento de nuestro organismo humano, más allá incluso de la supervivencia básica.

En la medida en que gran parte de la población vive mas y mejor y tiene cubierta sus necesidades debemos elevar nuestras metas y aspiraciones, dejando de la lado las religiones –que han servido instintivamente como preservadores de la especie en el pasado, pero que están perdiendo el futuro y darle una razón de ser a nuestra existencia, una motivación espiritual en el presente. Invertir en vida no en muerte, en civilización, educar, cambiar nuestros modos y modas, costumbres y hábitos para intentar una sociedad mejor.

La responsabilidad termina siendo del individuo, de las pequeñas elecciones que hace cada día, de los limites que nos ponemos, del camino que elegimos, de las dificultades que superamos, de los sabio o ignorante que devenimos. Los últimos avances científicos en psicología revelan –lo que ya intuíamos— que para ser felices nos sobra mucho de los bienes materiales que tenemos y nos falta demasiado de los bienes humanos de los que carecemos; que quien sabe armonizar sus dos cerebros –el emocional y el consciente—, vive mas y con mas calidad de vida. Que quien invierte en lo o los demás, o sea influye en el medio –tras haber mejorado su autoestima-- recibe “energía positiva” que compensa la tendencia depresiva o autodestructiva que el conocimiento profundo de las cosas acarrea despiadadamente, o sea le hace seguir vivo y ser mejor.

Si el conjunto de la humanidad logramos corregir las tendencias destructivas y aplicamos técnicas de comunicación efectivas, establecemos puentes en lugar de barreras, aplicamos el socorrido “sentido común” a nuestros comportamientos seguramente evolucionaremos como especie y nuestra supervivencia estará garantizada.

Son conocidos los beneficios y las cualidades terapéuticas de la risa, la ironía, la sátira, la comedia y el teatro en las personas; pero ¿es posible elevar el nivel para aparcar la estupidez humana, añadirle inteligencia y estilo? Nos reímos de nosotros mismos y de los demás, nos sentimos pues entonces mejor y si añadimos cuestiones de cierta trascendencia envueltas en inofensiva sátira que nos hagan reflexionar y trascender la mediocridad sin agresión directa hacia el otro, ¿no estaremos hablando pues de un proceso de comunicación efectivo entre nuestros dos cerebros?

El emocional e instintivo no se siente agredido, no se llena de adrenalina defensiva o se esconde tras murallas de introspección y el cerebro consciente aprende, piensa y desarrolla la inteligencia.

El resultado es un estado sano de felicidad.

Se trata de una compilación de textos que en su mayoría pertenencen a Eduard Punset (El viaje a la felicidad), reelaborados y recopilados en diciembre de 2005 por Ubiku.

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